Escribo
estas líneas en vísperas de la onomástica del Cardenal Robert Sarah. Como nos
cuenta en su libro Dios o nada, «Nací
el 15 de junio de 1945 en Ourous, un poblado de los más pequeños de Guinea, al
norte del país, cerca de la frontera con Senegal. Es una región de media
montaña, alejada de la capital –Conakri–, que las autoridades administrativas y
políticas suelen considerar de escasa importancia». Una vez más la providencia
divina se complacía en ir a buscar lo valioso y grande precisamente allí donde
el mundo no parecía esperar nada. Convencido de que buena parte de la luz y de
la fuerza que revitalizará la Iglesia del mañana procederá del continente
africano, saludamos con reconocimiento y gratitud a este fiel servidor de la
Iglesia y del Romano Pontífice, hombre humilde y orante, a quien también cabe aplicar
las palabras del salmo: He venido a ser
extraño para mis hermanos…, porque me devora el celo de tu Casa (Sal 69, 9-10).
El
propio cardenal nos ha dejado un extraordinario testimonio de lo que a lo largo
de su vida ha sido el manantial de su fidelidad a Dios, particularmente en los
momentos de prueba externa o interna que ha debido afrontar como pastor de la
Iglesia. He aquí sus propias palabras:
«P
|
ara
hacer frente a esta situación, establecí un programa regular de retiro
espiritual. Cada dos meses me marchaba solo a un lugar completamente aislado.
Durante tres días me sometía a un ayuno total, sin agua ni alimento de ninguna
clase.
Deseaba
estar con Dios para hablar con Él cara a cara. Salía de Conakri sin llevarme
nada más que una Biblia, un pequeño maletín para celebrar misa y un libro de
lectura espiritual. La Eucaristía era mi único alimento y mi única compañía.
Esta vida de soledad y oración me permitía cobrar fuerzas y volver al combate.
Creo que, para
asumir su función, un obispo necesita hacer penitencia, ayunar, permanecer a la
escucha del Señor y orar mucho en silencio y en soledad. Cristo se retiró
cuarenta días al desierto; los sucesores de los apóstoles tienen obligación de
imitarle lo más fielmente posible… Ha habido etapas que han dado a mi vida una
orientación decisiva. Pero las más cruciales han sido esas horas, esos momentos
del día en los que, a solas con el Señor, he sido consciente de lo que quería
de mí. Los grandes momentos de una vida
son las horas de oración y adoración. Alumbran al ser, configuran nuestra
verdadera identidad, afianzan una existencia en el misterio. El encuentro
cotidiano con el Señor en la oración: ese es el fundamento de mi vida. Empecé
cuidando esos instantes desde niño, en familia y a través de mi contacto con
los espiritanos de Ourous. Cuando hemos de vivir la Pasión, necesitamos
retirarnos al huerto de Getsemaní, en la soledad de la noche» (Cardenal Robert
Sarah, Dios o nada, Palabra 2015,
p.81-82).
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