Recojo esta hermosa
reflexión de fray Luis de Granada sobre el anciano Simeón y sus proféticas
palabras sobre María, la Madre del Redentor.
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onsidera también la
grandeza de la alegría que aquel Santo Simeón recibiría con la vista y
presencia de este Niño, la cual excede todo encarecimiento.
Porque cuando este
varón (que tanto celo tenía de la gloria de Dios y de la salud de las almas, y
tanto deseaba ver antes de su partida a Aquél en cuya contemplación respiraban
los deseos de todos los Padres (Gn
49, 1), y en cuya venida estaba la salud y remedio de todos los siglos), cuando
le viese delante de sí y le recibiese en sus brazos, y conociese por revelación
del Espíritu Santo que dentro de aquel corpecico estaba toda la majestad de
Dios y viese juntamente en presencia de tal Hijo tal Madre, ¿qué sentiría su
piadoso corazón con la vista de dos tales lumbreras y con el conocimiento de
tan grandes maravillas? ¿Qué diría? ¿Qué sentiría? ¿Qué sería ver allí las
lágrimas de sus ojos y los colores y semblantes de su rostro y la devoción con
que cantaría aquel suavísimo cántico en que está encerrada la suma del
Evangelio?
¡Oh Señor!, y cuán
dichosos son los que te aman y sirven, y cuán bien empleados sus trabajos, pues
aun antes de la paga advenidera de la otra vida tan grandemente son remunerados
y consolados en ésta,
Después que así
hubieres considerado el corazón de este santo viejo, trabaja por entender el
corazón de la Santísima Virgen; y hallarla has, por una parte, llena de
inefable alegría y admiración oyendo las grandezas y maravillas que de
este Niño se decían; y, por otra, llena de grandísima e incomparable tristeza,
mezclada con esta alegría, oyendo las tristes nuevas que este santo varón del
mismo Niño le profetizaba, diciendo que había de ser como un blanco adonde el
mundo y todos los hombres carnales tirarían todas las saetas de su furor, y
harían todas las contradicciones que le pudiesen hacer, con las cuales el
corazón de la Virgen sería atravesado con un muy agudo cuchillo de dolor.
Pues ¿por qué
quisiste, Señor, que tan temprano se descubriese a esta inocentísima Esposa
tuya una tal nueva, que le fuese perpetuo cuchillo y martirio toda la vida?
¿Por qué no estuviera este misterio debajo de la llave del silencio hasta el
mismo tiempo del trabajo, para que entonces solamente fuera mártir y no lo
fuera toda la vida? ¿Por qué, Señor, no se contenta tu piadoso corazón con que
esta Señora sea siempre Virgen, si no que quieres también que sea siempre
mártir? ¿Por qué afliges a quien tanto amas, a quien tanto te ha servido y a
quien nunca te hizo por donde mereciese castigo?
Ciertamente, Señor,
por eso la afliges, porque la amas, por no defraudarla del mérito de la
paciencia y de la gloria de este espiritual martirio, y del ejercicio de la
virtud y de la imitación de Cristo, y del premio de los trabajos, que, cuanto
son mayores, tanto son dignos de mayor corona.
Nadie, pues, infame
los trabajos, nadie aborrezca la Cruz, nadie se tenga por desfavorecido de Dios
cuando se viere atribulado, pues la más amada y más favorecida de todas las
criaturas fue la más lastimada y afligida de todas». (Fray Luis de Granada, Vida de Jesucristo, Ed. Rialp, Madrid
1990, p. 47–49).
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