Solo ante el Creador el hombre puede sentirse verdaderamente pecador
«El
más grande pecado del mundo actual es tal vez el hecho que los hombres han
perdido el sentido del pecado», señalaba certeramente el Papa Pío XII décadas
atrás. Trágico diagnóstico: estar muerto y creerse lleno de vitalidad, estar
enfermo y tenerse por sano, dirigirse a un despeñadero y pensar que se camina
hacia un paraíso, estar necesitado de redención y jactarse de autosuficiencia.
Memento, homo, quia pulvis
es, et in pulverem reverteris; acuérdate, hombre, que eres polvo, y en polvo te
has de convertir, nos recordaba la liturgia de la Iglesia al inicio de la
cuaresma. En términos morales lo podríamos traducir así: acuérdate, hombre, que
eres pecador, y si no te conviertes, irremediablemente perecerás. Reconocerse
pecador, tarea siempre urgente y necesaria. Y para ello no hay más camino que
volver a la consideración de Dios como Creador y Señor, sin la cual el
pecado se evapora o simplemente se le domestica para convivir junto a él. Con
profundidad teológica y elegancia literaria lo expresa el siguiente texto de J. M. Ibáñez:
«C
|
uando
la conciencia humana pierde el sentido de Dios, el pecado (lo que queda de él)
se convierte en un simple error, una tontería, un paso en falso, sin otras
consecuencias que sufrir algún daño, tener que pagar una deuda, ensuciar la
propia hoja de servicios, o por último comparecer ante la justicia. Y la cosa
no pasa de ahí. Porque el pecado alcanza su verdadero sentido solo en el
horizonte de Dios.
Bien
lo supo Simón Pedro al final de la pesca milagrosa, cuando en forma
inexplicable sus redes se llenaron de una gran cantidad de peces. Al percibir
el gran poder de Cristo, se sintió tan indigno y sucio en su presencia, que se
arrojó a sus pies diciendo: Apártate de mí, Señor, porque soy un hombre
pecador.
El
hombre se puede sentir pecador solo si está en presencia de su Creador. Es
entonces cuando sabe que, estando hecho para un bien infinito, para un amor
ilimitado, ha puesto su corazón en un puñado de polvo, en una pobre ventaja
material, en un poco de placer indebido, en un rato de vanagloria, en el
encierro del egoísmo, en un engrandecimiento cualquiera de su pequeño yo» (José Miguel Ibáñez, Jesús, Ed. El Mercurio, Santiago de
Chile 2017, p. 113-114).
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