Reproduzco
buena parte de un sermón cuaresmal de San Bernardo sobre el combate cristiano
por alcanzar la plena conformidad con el querer divino, dicha suma de la
criatura espiritual.
«H
|
ermanos,
la voluntad del Señor creó primero a los ángeles. Y cuando ellos la abrazaron,
se convirtió en su felicidad… Toda su felicidad y el río caudaloso de su dicha
consiste en que la voluntad divina es también la suya. Dios se complace en el
ritmo armonioso del universo y eso mismo es el regocijo de los ángeles. Eso
pedimos: que las criaturas de la tierra realicen la voluntad divina lo mismo que
las del cielo. Que el hombre, lo mismo que el ángel, se compenetre de tal modo
con Dios, que llegue a ser un solo espíritu con él.
Mas ¡ay de mí! ¡Cuántos obstáculos me separan!
¡Cuántos estorbos me lo impiden! Siempre me cierran el paso la malicia, la
debilidad, la concupiscencia y la ignorancia. La naturaleza, o mejor, la
degradación de nuestra naturaleza nos ha inyectado unos instintos tan horribles
y tales ansias de hacer daño, que nuestras míseras almas sienten un placer
insaciable en la maldad. ¿Se puede concebir algo más contradictorio a la
voluntad divina? Entre ella y nosotros se abre una sima inmensa. Dios se complace
en hacer beneficios, y a nosotros, ingratos ese instinto cruel nos instiga a
maltratar incluso a los inocentes. De aquí brotan las raíces de la amargura, de
la envidia y de la murmuración. Aquí tienen su origen las disensiones, y esto
es lo que llena el mundo de enemistades.
Debemos podar estos brotes tan venenosos con la
hoz de la justicia. Practicando esta virtud, no haremos a nadie lo que no
queremos para nosotros y todo lo que esperamos de los demás se lo haremos
también a ellos. Pero mientras vivamos en este mundo, esclavos del mal, nos es
imposible arrancar o matar completamente la maldad de nuestros corazones:
podremos machacar la cabeza de la serpiente, mas no tardará en mordernos los
talones.
Mas nuestro frágil cuerpo
no es el único impedimento. También nos estorba la concupiscencia, que nos
dispersa en mil deseos insaciables. ¿Será capaz de unirse esta voluntad tan
deforme y esquiva a esa otra completamente recta y uniforme? ¡Qué desgraciado
soy, Señor Dios mío! Estoy harto de guerras, peligros y estorbos. En ninguna
parte encuentro seguridad. Lo mismo temo lo que me halaga como lo que me
repugna. El hambre y la comida, el sueño y las vigilias, el trabajo y el
descanso, me declaran la guerra. El sabio suplica: No me des ni riqueza ni pobreza. Sabe que una y otra esconden
trampas y peligros. El único remedio está en reprimir la concupiscencia con la
templanza, y así se logra cierta unidad, bien que incompleta. Lo confirma el
Apóstol: Con mi espíritu consiento la ley
de Dios, y con mi carne, a la ley del pecado. Por una parte está de acuerdo
y por otra no. Así sucederá hasta que llegue lo perfecto y se acabe lo
limitado.
El cuarto impedimento es
la ignorancia, que bien sabéis cuánto nos estorba. ¿Cómo voy a tomar por guía
una voluntad que ignoro? Es cierto que la conozco parcialmente, pero no como
ella me comprende a mí. Por eso debemos pedir con insistencia que crezca en
nosotros la prudencia, para que Dios nos haga comprender más y más su voluntad
y sepamos siempre qué es lo que le agrada. De este modo, el conjunto de las
virtudes realizará esa unión tan dichosa y tan deseable. Nuestra voluntad estará
identificada con la de Dios, y cuanto a él le agrada, nos agradará también a
nosotros. Y como antes dijimos de los ángeles, esto será la plenitud de nuestro
gozo» (San Bernardo, Sermones litúrgicos.
En la Cuaresma, Serm 7. BAC, Madrid 1985)
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