martes, 13 de febrero de 2018

SALVEMOS LAS EXEQUIAS

Iglesia de San Juan Bautista. Harescombe, Inglaterra. 
Foto: wikipedia.org 

Publicamos con su permiso una columna del filósofo chileno Jorge Peña Vial, aparecida hace algunos años en el periódico El Mercurio de Santiago. Con una pluma chispeante que no disimula su desazón, el autor lanza un grito de SOS sobre las exequias cristianas, afectadas desde hace décadas por un vendaval de sentimentalismo que amenaza con desvirtuar el sentido profundo de esta ceremonia sagrada con que la Iglesia, desde tiempo inmemorial, encomienda y despide a sus hijos difuntos.


Sensiblería lacrimosa
Por Jorge Peña Vial

N
o es mi intención herir sensibilidades distintas a la mía, sobre todo si son muy emotivas y sensibles. Pero la verdad es que salí irritado y molesto de las últimas misas fúnebres a las que he asistido. El espectáculo es lamentable y lejos de la belleza y el rigor de la liturgia de una Misa de difuntos. Tras la homilía del sacerdote –muchas veces una canonización profana y una elegía del fallecido- viene una puesta en escena alitúrgica y penosa. Se hace subir a los hijos, a veces incluso a la viuda, para que pronuncien unas sentidas palabras. Quienes antes los han visto llorar desconsoladamente no se explican qué extraña fortaleza los lleva a subir al púlpito. El silencio se palpa y el termómetro afectivo de los presentes está en su máximo. Tras hacer un ímprobo esfuerzo que les permitan pronunciar algunas palabras del tipo “gracias por acompañarnos en este día” u otras banalidades por el estilo, muy pronto se quiebran, rompen en sollozos y entre pucheros y lloros no logran decir algo inteligible, hasta que un familiar benevolente los ayuda a volver a su sitio. La Misa continúa con mucho guitarreo y dudosas canciones profanas de pretendidos mensajes trascendentes. Al final, se renueva el espectáculo. Sube al escenario, perdón al presbiterio, el capitán del equipo de fútbol del finado quien rememora al que fuera el defensa central e invita al resto del equipo a acompañarle en su sentido homenaje. Tampoco quiere estar ausente el dirigente gremial o el representante de la empresa en esta ocasión en el que todos lo recuerdan. Y tras este desfile de deudos que quieren decir algo, irrumpe la nieta de doce años: “Tata, te queremos mucho y nos harás mucha falta…”
Me parece que esta práctica se está extendiendo en demasía y ni los eclesiásticos tienen autoridad ni los familiares el buen gusto y mínimo sentido estético para erradicarla. Impunemente se pisotea la liturgia y escasea el sentido sobrenatural que lleva a rezar por el difunto más que a emotivos recuerdos. Para eso están los discursos en el cementerio, pero fuera de la Iglesia. Hay brillantes piezas oratorias de esos discursos, incluso de sacerdotes que sabían distinguir los géneros, como la recordada alocución del obispo Manuel Larraín en el funeral de San Alberto Hurtado. Pero una cosa son los discursos en el cementerio y otra cosa estos extraños y patéticos testimonios. No debemos atentar contra una de las modalidades del pudor, el de las emociones, que consiste en no exponer a la luz pública sentimientos íntimos, evitando este exhibicionismo emotivo entre sollozos y trivialidades profanas. Añoro la sobriedad, el recato y el rigor de la liturgia: más «Réquiem æternam» y menos canturreo, «Recibid su alma y presentadla ante el Altísimo» y menos superficiales y prematuros panegíricos del buen muchacho que nos dejó. Más rezar por el alma del difunto e invitar a los presentes a la conversión y menos «sobajeo» emocional recordando a quien fuera buen padre/madre/abuelo/joven.
No podemos prescindir de nuestros sentimientos porque forman la textura de nuestro ser, pero aspiramos a vivir por encima de nuestros sentimientos, de acuerdo a valores pensados. Algunos creen que ser religioso es sentir esas agitaciones interiores, y se entregan a esos cálidos sentimientos por ellos mismos. Es fácil engañarse por esta vía. Los sentimientos son fecundos cuando dan paso a profundas convicciones. Se debe actuar sobre ellos, saber utilizarlos como estímulo para actos concretos de amor, verdad, mansedumbre. Si no tienen raíces en principios y no dan lugar a hábitos, pronto se disipan.

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