Iglesia de San
Juan Bautista. Harescombe, Inglaterra.
Foto: wikipedia.org
Publicamos con su permiso una
columna del filósofo chileno Jorge Peña Vial, aparecida hace algunos años en el
periódico El Mercurio de Santiago.
Con una pluma chispeante que no disimula su desazón, el autor lanza un grito de
SOS sobre las exequias cristianas, afectadas desde hace décadas por un vendaval
de sentimentalismo que amenaza con desvirtuar el sentido profundo de esta ceremonia
sagrada con que la Iglesia, desde tiempo inmemorial, encomienda y despide a sus
hijos difuntos.
Sensiblería
lacrimosa
Por Jorge Peña Vial
N
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o es mi intención herir
sensibilidades distintas a la mía, sobre todo si son muy emotivas y sensibles.
Pero la verdad es que salí irritado y molesto de las últimas misas fúnebres a
las que he asistido. El espectáculo es lamentable y lejos de la belleza y el
rigor de la liturgia de una Misa de difuntos. Tras la homilía del sacerdote
–muchas veces una canonización profana y una elegía del fallecido- viene una
puesta en escena alitúrgica y penosa. Se hace subir a los hijos, a veces
incluso a la viuda, para que pronuncien unas sentidas palabras. Quienes antes
los han visto llorar desconsoladamente no se explican qué extraña fortaleza los
lleva a subir al púlpito. El silencio se palpa y el termómetro afectivo de los
presentes está en su máximo. Tras hacer un ímprobo esfuerzo que les permitan
pronunciar algunas palabras del tipo “gracias por acompañarnos en este día” u
otras banalidades por el estilo, muy pronto se quiebran, rompen en sollozos y
entre pucheros y lloros no logran decir algo inteligible, hasta que un familiar
benevolente los ayuda a volver a su sitio. La Misa continúa con mucho guitarreo
y dudosas canciones profanas de pretendidos mensajes trascendentes. Al final,
se renueva el espectáculo. Sube al escenario, perdón al presbiterio, el capitán
del equipo de fútbol del finado quien rememora al que fuera el defensa central e
invita al resto del equipo a acompañarle en su sentido homenaje. Tampoco quiere
estar ausente el dirigente gremial o el representante de la empresa en esta
ocasión en el que todos lo recuerdan. Y tras este desfile de deudos que quieren
decir algo, irrumpe la nieta de doce años: “Tata, te queremos mucho y nos harás
mucha falta…”
Me
parece que esta práctica se está extendiendo en demasía y ni los eclesiásticos
tienen autoridad ni los familiares el buen gusto y mínimo sentido estético para
erradicarla. Impunemente se pisotea la liturgia y escasea el sentido
sobrenatural que lleva a rezar por el difunto más que a emotivos recuerdos.
Para eso están los discursos en el cementerio, pero fuera de la Iglesia. Hay
brillantes piezas oratorias de esos discursos, incluso de sacerdotes que sabían
distinguir los géneros, como la recordada alocución del obispo Manuel Larraín
en el funeral de San Alberto Hurtado. Pero una cosa son los discursos en el
cementerio y otra cosa estos extraños y patéticos testimonios. No debemos
atentar contra una de las modalidades del pudor, el de las emociones, que
consiste en no exponer a la luz pública sentimientos íntimos, evitando este
exhibicionismo emotivo entre sollozos y trivialidades profanas. Añoro la
sobriedad, el recato y el rigor de la liturgia: más «Réquiem æternam» y menos canturreo, «Recibid su alma y presentadla
ante el Altísimo» y menos superficiales y prematuros panegíricos del buen
muchacho que nos dejó. Más rezar por el alma del difunto e invitar a los presentes
a la conversión y menos «sobajeo» emocional recordando a quien fuera buen
padre/madre/abuelo/joven.
No
podemos prescindir de nuestros sentimientos porque forman la textura de nuestro
ser, pero aspiramos a vivir por encima de nuestros sentimientos, de acuerdo a
valores pensados. Algunos creen que ser religioso es sentir esas agitaciones
interiores, y se entregan a esos cálidos sentimientos por ellos mismos. Es
fácil engañarse por esta vía. Los sentimientos son fecundos cuando dan paso a
profundas convicciones. Se debe actuar sobre ellos, saber utilizarlos como
estímulo para actos concretos de amor, verdad, mansedumbre. Si no tienen raíces
en principios y no dan lugar a hábitos, pronto se disipan.
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