La
Iglesia, como dice la Constitución Lumen Gentium, n. 50, teniendo perfecta conciencia de
la comunión que reina en todo el Cuerpo místico de Jesucristo, ya desde los
primeros tiempos de la religión cristiana guardó con gran piedad la memoria de
los difuntos y ofreció sufragios por ellos, «porque es santo y saludable el
pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados»
(2 Mac 12, 46). Y un Padre de la Iglesia explica de la siguiente manera esta preocupación materna de la Iglesia por sus hijos difuntos:
«Oigo
decir a muchos: ¿de qué le sirve a un alma que ya ha salido de este mundo con
pecados o sin ellos, que se le recuerde en la oración? Y les respondo: si un
rey envía al destierro a quienes le ofendieron, mas luego se le acercan los
parientes de los desterrados ofreciéndole el homenaje de una corona en favor de
ellos, ¿no los recompensará librando de la pena a sus allegados? Del mismo modo
nos comportamos nosotros con los difuntos, aunque hayan sido pecadores. Ofreciendo
a Dios nuestras preces, no tejemos una corona, sino que tratamos de hacer
propicio al Dios clemente, por ellos y por nosotros, ofreciéndole a Cristo
sacrificado por nuestros pecados» (San Cirilo de Jerusalén, Catequesis Mistagógicas 5, 10).
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