Interior de la Catedral de
León
Foto: wikipedia.org
Transcribo
una luminosa catequesis del Papa Benedicto XVI sobre las Catedrales del medievo
desde su trasfondo teológico. Para el Papa Ratzinger, la «via pulchritudinis, el camino de
la belleza, es una senda privilegiada y fascinante para acercarse al misterio de
Dios». La belleza nacida de la fe y plasmada en grandiosas obras de
arte a lo largo de los siglos, es un grito a levantar la mirada y el corazón hacia la hermosura
inmutable del Verbo Creador: Sursum corda!
* * *
Queridos
hermanos y hermanas:
En
las catequesis de las semanas anteriores presenté algunos aspectos de la
teología medieval. Pero la fe cristiana, profundamente arraigada en los hombres
y las mujeres de aquellos siglos, no dio origen solamente a obras maestras de
la literatura teológica, del pensamiento y de la fe. Inspiró también una de las
creaciones artísticas más elevadas de la civilización universal: las
catedrales, verdadera gloria del Medievo cristiano. Durante casi tres siglos, a
partir de comienzos del siglo XI, en Europa se asistió a un fervor artístico
extraordinario. Un antiguo cronista describe así el entusiasmo y la
laboriosidad de aquellos tiempos: "Sucedió que en todo el mundo, pero
especialmente en Italia y en las Galias, se comenzaron a reconstruir las
iglesias, aunque muchas de ellas, que todavía estaban en buenas condiciones, no
necesitaban esa restauración. Era como una competición entre un pueblo y otro;
parecía que el mundo, liberándose de los viejos andrajos, por todas partes
quisiera revestirse del blanco vestido de nuevas iglesias. En definitiva, los
fieles de entonces restauraron casi todas las iglesias catedrales, un gran
número de iglesias monásticas e incluso oratorios de pueblo" (Rodolfo el
Glabro, Historiarum 3, 4).
Varios
factores contribuyeron a este renacimiento de la arquitectura religiosa. Ante
todo, condiciones históricas más favorables, como una mayor seguridad política,
acompañada por un aumento constante de la población y por el desarrollo
progresivo de las ciudades, de los intercambios y de la riqueza. Además, los
arquitectos encontraban soluciones técnicas cada vez más elaboradas para
aumentar las dimensiones de los edificios, asegurando al mismo tiempo su
solidez y majestuosidad. Pero fue principalmente gracias al entusiasmo y al
celo espiritual del monaquismo en plena expansión como se construyeron iglesias
abaciales, en las que se podía celebrar la liturgia con dignidad y solemnidad,
y los fieles podían permanecer en oración, atraídos por la veneración de las
reliquias de los santos, meta de incesantes peregrinaciones.
Así
nacieron las iglesias y las catedrales románicas, caracterizadas por el
desarrollo longitudinal —a lo largo— de las naves para acoger a numerosos
fieles; iglesias muy sólidas, con gruesos muros, bóvedas de piedra y líneas
sencillas y esenciales. La introducción de las esculturas representa una
novedad. Al ser las iglesias románicas el lugar de la oración monástica y del
culto de los fieles, los escultores, más que preocuparse de la perfección
técnica, cuidaron sobre todo la finalidad educativa. Puesto que era preciso
suscitar en las almas impresiones fuertes, sentimientos que pudieran incitar a
huir del vicio, del mal, y a practicar la virtud, el bien, el tema recurrente
era la representación de Cristo como juez universal, rodeado por los personajes
del Apocalipsis. Por lo general esta representación se encuentra en los
portales de las iglesias románicas, para subrayar que Cristo es la Puerta que
lleva al cielo. Los fieles, al cruzar el umbral del edificio sagrado, entran en
un tiempo y en un espacio distintos de los de la vida cotidiana. En la
intención de los artistas, más allá del portal de la iglesia, los creyentes en
Cristo, soberano, justo y misericordioso, podían saborear anticipadamente la
felicidad eterna en la celebración de la liturgia y en los actos de piedad que
tenían lugar dentro del edificio sagrado.
En
los siglos XII y XIII, desde el norte de Francia se difundió otro tipo de
arquitectura en la construcción de los edificios sagrados: la arquitectura
gótica, con dos características nuevas respecto al románico, que eran el
impulso vertical y la luminosidad. Las catedrales góticas mostraban una
síntesis de fe y de arte expresada con armonía mediante el lenguaje universal y
fascinante de la belleza, que todavía hoy suscita asombro. Gracias a la
introducción de las bóvedas de arco ojival, que se apoyaban en robustos
pilares, fue posible aumentar considerablemente la altura. El impulso hacia lo
alto quería invitar a la oración y él mismo era una oración. De este modo, la
catedral gótica quería traducir en sus líneas arquitectónicas el anhelo de las
almas hacia Dios. Además, con las nuevas soluciones técnicas adoptadas, los
muros perimétricos podían ser perforados y embellecidos con vidrieras
polícromas. En otras palabras, las ventanas se convertían en grandes imágenes
luminosas, muy adecuadas para instruir al pueblo en la fe. En ellas —escena
tras escena— se narraba la vida de un santo, una parábola u otros
acontecimientos bíblicos. Desde las vidrieras coloreadas se derramaba una
cascada de luz sobre los fieles para narrarles la historia de la salvación e
implicarlos en esa historia.
Otra
cualidad de las catedrales góticas es que en su construcción y su decoración,
de modo diferente pero coral, participaba toda la comunidad cristiana y civil;
participaban los humildes y los poderosos, los analfabetos y los doctos, porque
en esa casa común se instruía en la fe a todos los creyentes. La escultura
gótica hizo de las catedrales una "Biblia de piedra", representando
los episodios del Evangelio e ilustrando los contenidos del año litúrgico,
desde la Navidad hasta la glorificación del Señor. En aquellos siglos, por otro
lado, se difundía cada vez más la percepción de la humanidad del Señor, y los
sufrimientos de su Pasión se representaban de modo realista: el Cristo
sufriente (Christus patiens) se convirtió en una imagen amada por todos, que
inspiraba compasión y arrepentimiento de los pecados.
No
faltaban los personajes del Antiguo Testamento, cuya historia llegó a ser
familiar para los fieles que frecuentaban las catedrales, como parte de la
única y común historia de salvación. La escultura gótica del siglo XIII, con
sus rostros llenos de belleza, de dulzura, de inteligencia, revela una piedad
feliz y serena, que se complace en difundir una devoción sentida y filial hacia
la Madre de Dios, vista a veces como una mujer joven, sonriente y materna,
representada principalmente como la soberana del cielo y de la tierra, poderosa
y misericordiosa. A los fieles que llenaban las catedrales góticas les gustaba
encontrar en ellas expresiones artísticas que les recordaran a los santos,
modelos de vida cristiana e intercesores ante Dios. Y no faltaron las
manifestaciones "laicas" de la existencia: en muchas partes aparecían
representaciones del trabajo en los campos, de las ciencias y de las artes.
Todo estaba orientado y se ofrecía a Dios en el lugar donde se celebraba la
liturgia. Podemos comprender mejor el sentido que se atribuía a una catedral
gótica, considerando el texto de la inscripción grabada en el portal central de
Saint-Denís, en París: "Visitante, que quieres alabar la belleza de estas
puertas, no te dejes deslumbrar ni por el oro ni por la magnificencia, sino más
bien por el fatigoso trabajo. Aquí brilla una obra famosa, pero quiera el cielo
que esta obra famosa que brilla haga resplandecer los espíritus, a fin de que
con las verdades luminosas se encaminen hacia la verdadera luz, donde Cristo es
la verdadera puerta".
Queridos
hermanos y hermanas, ahora quiero subrayar dos elementos del arte románico y
gótico útiles también para nosotros. El primero: las obras maestras en el campo
del arte nacidas en Europa en los siglos pasados son incomprensibles si no se
tiene en cuenta el alma religiosa que las inspiró. Marc Chagall, un artista que
siempre testimonió el encuentro entre estética y fe, escribió que "durante
siglos los pintores mojaron su pincel en el alfabeto colorido que era la
Biblia". Cuando la fe, especialmente celebrada en la liturgia, se
encuentra con el arte, se crea una sintonía profunda, porque ambas pueden y
quieren hablar de Dios, haciendo visible al Invisible. Quiero compartir esto en
el encuentro con los artistas del 21 de noviembre, renovándoles la propuesta de
amistad entre la espiritualidad cristiana y el arte, que ya promovieron mis
venerados predecesores, en particular los siervos de Dios Pablo VI y Juan Pablo
II.
El
segundo elemento: la fuerza del estilo románico y el esplendor de las
catedrales góticas nos recuerdan que la via
pulchritudinis, el camino de la belleza es una senda privilegiada y
fascinante para acercarse al misterio de Dios. ¿Qué es la belleza, que
escritores, poetas, músicos, artistas contemplan y traducen en su lenguaje,
sino el reflejo del resplandor del Verbo eterno hecho carne? Afirma san
Agustín: "Pregunta a la belleza de la tierra, pregunta a la belleza del
mar, pregunta a la belleza del aire dilatado y difuso, pregunta a la belleza
del cielo, pregunta al ritmo ordenado de los astros; pregunta al sol, que
ilumina el día con su fulgor; pregunta a la luna, que mitiga con su resplandor
modera la oscuridad de la noche que sigue al día; pregunta a los animales que
se mueven en el agua, que habitan la tierra y vuelan en el aire; a las almas
ocultas, a los cuerpos manifiestos; a los seres visibles, que necesitan quien
los gobierne, y a los invisibles, que los gobiernan. Pregúntales. Todos te
responderán: "Contempla nuestra belleza". Su belleza es su confesión.
¿Quién hizo estas cosas bellas, aunque mudables, sino la Belleza
inmutable?" (Sermo CCXLI, 2: p
l38, 1134).
Queridos
hermanos y hermanas, que el Señor nos ayude a redescubrir el camino de la
belleza como uno de los itinerarios, quizá el más atractivo y fascinante, para
llegar a encontrar y a amar a Dios (Benedicto XVI, Audiencia General, 18 de noviembre de 2009).
Fuente: vatican.va
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