un «no» al patíbulo, motivado no por la fe sino por la
irreligiosidad de la vida contemporánea
irreligiosidad de la vida contemporánea
La
reciente disposición del Papa Francisco de cambiar en el Catecismo de la
Iglesia Católica la formulación de la doctrina sobre la pena capital, ha vuelto
a encender el debate sobre este viejo y complejo tema. Por lo mismo, me parecen
dignas de consideración las reflexiones sobre el tema realizadas por Vittorio
Messori en el libro Leyendas Negras de la
Iglesia. Recojo a continuación la parte tercera del capítulo que el autor
dedica a la pena de muerte. El lector podrá juzgar como quiera su contenido,
pero no podrá poner en duda de que se trata de un enfoque también profundamente
católico.
***
«C
|
omo
creemos haber demostrado, algo que no requería demasiado esfuerzo dada la
claridad y celebridad de los textos, la práctica de la pena de muerte por parte
de la sociedad es una imposición de Dios en la ley del Antiguo Testamento,
admitida por Jesús y los Apóstoles en el Nuevo Testamento. El Catecismo holandés, obra libre de toda
sospecha, se ve obligado a reconocer que «no se puede defender que Cristo haya
abolido explícitamente la guerra o la pena de muerte».
No
es posible comprender en qué se basan los citados teólogos y exégetas de la Biblia
que juzgan a la Iglesia «infiel a las Escrituras». ¿A qué Escrituras se
refieren? Quizás a The Wish-Bible, la
«Biblia del Deseo», la que habrían escrito ellos hoy día.
Sin
embargo, hay que mencionar una diferencia importante en el paso del Antiguo al
Nuevo Testamento: en la ley entregada a Noé y a Moisés, la condena a muerte de
los reos de ciertos delitos era una obligación, una obediencia debida a la
voluntad de Dios. En cambio, en el Nuevo Testamento (tal y como lo ha entendido
la gran Tradición, desde los Padres de la Iglesia) la pena capital es indiscutiblemente
legítima, pero no se concluye que
ésta sea siempre oportuna. La oportunidad depende de un juicio que varía según
los tiempos. Una cosa es el derecho reconocido
a la autoridad que, utilizando las palabras de Pablo, «no lleva la espada en vano»,
y otra cosa es el ejercicio de este
derecho.
En
lo que respecta a nuestro juicio, en la sociedad y cultura del actual Occidente
secularizado no sería oportuno reimplantar la pena capital allá donde se
hubiera abolido; es mejor no ejercer lo que sigue siendo un derecho de la
sociedad.
No
vamos a detenernos en las estadísticas que, para unos confirmarían y para otros
negarían la eficacia de la amenaza de muerte como sistema de prevención del
crimen.
De
hecho, no carecen de lógica las afirmaciones extraídas de un editorial de Civiltà Cattolica de 1865 que lleva el
significativo título de «La francmasonería y la abolición de la pena de
muerte», en donde, obviamente, los jesuitas se pronunciaban a favor del mantenimiento
de esa terrible institución en el nuevo código italiano.
Se
leía en aquel célebre periódico, que era sin la menor duda la verdadera «voz
del Papa»: «En estas líneas no intentamos mostrar la licitud, conveniencia y
necesidad relativa de la pena de muerte, dato que suponemos demostrado y
aceptado por la gente sabia y de bien, sino declarar que mientras los hombres
sabios y honrados se manifiestan a favor de la conservación de esta pena, en la
práctica la están aboliendo, lo que se demuestra fácilmente con la palabra y
con los hechos.»
Continúa
Civiltà Cattolica: «Con la palabra,
porque ¿cuál es el objetivo subyacente de quienes desean mantener la pena de
muerte? Evidentemente, el objetivo que persiguen es disminuir y, si es posible,
quitar totalmente de en medio a los asesinos. Así, ¿quién no es capaz de percibir
que lo que ellos pretenden es abolir directamente la pena de muerte? Y no tanto
en favor de los asesinos, como pretenden los liberales, sino también de los
asesinados, e incluso de las posibles víctimas inocentes, de las que nunca se
hacen cargo los liberales. Es, pues, evidente que los que abogan por el
mantenimiento de la pena de muerte cooperan eficazmente a favor de la abolición
total de la pena de muerte, por los inocentes en primer lugar, y luego,
necesariamente, por los reos y asesinos».
Pero,
en el fondo, opiniones de ese cariz son secundarias pero no irrelevantes
respecto al problema principal para un cristiano: «Si Dios sólo da la vida, ¿es
lícito que el hombre se la quite a otro hombre? ¿Existe un derecho a la vida
igual para todos, incluso para el asesino, un derecho que no puede ser violado
nunca?».
En
realidad, quienes responden a estas cuestiones en sentido contrario a la pena
de muerte, admiten en cambio el derecho de la sociedad a encerrar en prisión a
los culpables de los crímenes. Ahora bien, si Dios ha creado al hombre libre,
¿cómo pueden los hombres quitarle esta libertad a otros hombres? Existe un
derecho a la libertad (derecho «innato, inviolable, imprescriptible», dicen los
juristas) que cualquier juez infringe cuando condena a un semejante siquiera a
una hora de reclusión forzada.
Pero
se dice que la vida es un valor superior al de la libertad. ¿Estamos seguros de
ello? Los espíritus más puros y sensibles lo niegan. Como Dante Alighieri, con
su famoso verso: «Voy buscando la libertad, que tan apreciada es, como bien
sabe quien por ella rechaza la vida».
Pero,
así como no es posible comprender por qué todas las culturas tradicionales, y
por tanto religiosas, nunca han considerado innatural, ilícita y en
consecuencia impracticable la pena capital, tampoco es posible escapar de las
contradicciones si no es desde una perspectiva que vaya más allá del horizonte
mundano. Es decir, una perspectiva religiosa, y cristiana en particular.
Una
perspectiva que distinga entre vida biológica, terrenal y vida eterna; que esté
convencida de que el derecho inalienable del hombre no es salvar el cuerpo sino
el alma; y que distingue entre la vida como fin y la vida como medio.
Aunque
tratamos de evitar las citas largas, en esta ocasión es necesario reproducir
una porque cada una de sus palabras ha sido meditada a la luz de una visión
católica que actualmente parece completamente olvidada. La cita es de ese
excepcional solitario laico y católico, el suizo Romano Amerio. Éstas son sus
palabras:
«Actualmente,
la oposición a la pena capital deriva del concepto de inviolabilidad de la
persona en cuanto sujeto protagonista de la vida terrena, tomándose la
existencia mortal como un fin en sí mismo que no puede destruirse sin violar el
destino del hombre. Pero este modo de rechazar la pena de muerte, aunque muchos
lo consideren religioso, es en realidad
irreligioso. De hecho, olvida que la religión no ve la vida como un fin sino como un medio con una función moral que trasciende todo el orden de los
valores mundanos subordinados.
»Por
ello —continúa Amerio—, quitarle la vida no equivale a quitarle al hombre la
finalidad trascendente para la que ha nacido y que constituye su dignidad. En
el rechazo a la pena de muerte se percibe un sofisma implícito: o sea que, al
matar al delincuente, el hombre, y en concreto el Estado, detenta el poder de
truncar su destino, sustrayéndole su función última, quitándole la posibilidad de
cumplir su oficio de hombre. Lo contrario es cierto.
»En
efecto —prosigue el estudioso católico—, al condenado a muerte se le puede
quitar la existencia terrena, pero no su finalidad en la vida. Las sociedades
que niegan la vida futura y ponen como meta el derecho a la felicidad en este
mundo deben rehuir la pena de muerte como una injusticia que apaga la facultad del
hombre de ser feliz. Es una verdadera y completa paradoja que los que impugnan
la pena de muerte están realmente a favor del Estado totalitario, ya que le
atribuyen un poder muy superior al que ya posee, es más, un poder supremo: el
de segar el destino de un hombre. En cambio, desde la perspectiva religiosa, la
muerte impuesta por un hombre a otro no puede perjudicar ni al destino moral ni
a la dignidad humana».
Entre
muchos otros desconcertantes testimonios acerca de la pérdida de la noción de lo
que realmente es el «sistema católico que se percibe en el seno de la Iglesia»,
el autor cita la aportación de un reconocido colaborador del Osservatore Romano fechada el 22 de
enero de 1977: «La comunidad debe otorgar la posibilidad de purificarse, de expiar
la culpa, de redimirse del mal, mientras que la pena capital no la concede».
El
comentario de Amerio resulta comprensible: «Con estas palabras, hasta el
periódico vaticano niega que la pena capital sea una expiación. Niega el valor
expiatorio de la muerte que es supremo para la naturaleza mortal, al igual que
lo es dentro de la relatividad de los bienes terrenales el bien de la vida, en cuyo sacrificio consiente quien expía la culpa. Por otro lado, ¿acaso la
expiación que el Cristo inocente realizó por los pecados del hombre no está
relacionada con una condena de muerte?» Así pues, «el aspecto menos religioso
de la doctrina que rechaza la pena capital se basa en la denegación de su valor
expiatorio, que es la cuestión más importante desde una perspectiva religiosa».
En
efecto, la Tradición siempre ha visto en el delincuente un candidato seguro al
paraíso porque, al reconciliarse con Dios, acepta libremente el suplicio como
expiación de su culpa. Tomás de Aquino instruye: «La muerte que se inflige como
pena por los delitos realizados, levanta completamente el castigo por los mismos
en la otra vida. La muerte natural, en cambio, no lo hace.» Precisamente,
muchos reos reclamaban rotundamente la ejecución como un derecho propio. Y así,
el ajusticiado arrepentido y provisto de los sacramentos era un «santo» y el
pueblo se disputaba sus reliquias. Tanto es así que hasta había forjado un
proverbio, que aparece citado en Civiltà
Cattolica: «De cien ahorcados, uno condenado».
Esto
no son más que tanteos «religiosos» sobre un tema que en la actualidad hasta
los creyentes parecen encarar con la típica e iluminada superficialidad laica.
Se podría y debería decir algo más como complemento a las razones de la
Iglesia, esa que todavía es responsable de las Escrituras y la Tradición. Por
ejemplo, la idea bíblica y paulina de la sociedad entendida no como una suma de
individuos sino como un cuerpo u organismo vivo con derecho a extirparse aquel de
sus miembros que considere infectado. Se trata del concepto de legítima defensa
que correspondería al individuo, como propugnarían los individualistas, pero también
al cuerpo social. O asimismo, del concepto de restitución del orden de la
justicia y la moral quebrantadas.
Desde
la perspectiva de su propia fe, la pena capital es legítima para la Iglesia.
Pero, actualmente, ¿es también oportuna? La mejor síntesis para justificar
nuestro rechazo a la posibilidad de reponer la pena capital en nuestra época,
nos la ofrece de nuevo Romano Amerio: «La pena de muerte resulta bárbara en el
seno de una sociedad irreligiosa que, al vivir encerrada en el plano terrenal,
no tiene el derecho de privar al hombre de un bien que para éste es único».
Así
pues, un «no» al patíbulo, motivado no por la fe sino por la irreligiosidad de
la vida contemporánea» (Vittorio Messori, Leyendas Negras de la Iglesia, Ed.
Planeta 2004, pp. 117-121).
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