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contenta con todo. Una scientia crucis
solo se puede adquirir si se llega a experimentar a fondo la cruz. De esto
estuve convencida desde el primer momento, y de corazón he dicho: ¡Ave Crux, spes unica!», escribía Santa
Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein) en diciembre de 1941. Trabajaba
entonces en su última gran obra, La
Ciencia de la Cruz, y quizá presentía también la llamada del Maestro a
formar parte del espléndido ejército de sus mártires. Dos meses más tarde, en
el recogimiento de su oración, descubre con renovada fe al verdadero Emperador
del mundo, al auténtico Soberano de la historia, ante quien los poderosos de
este mundo no son más que palillos de
romero seco, como había dicho siglos antes su madre Santa Teresa. Así lo
cuenta en una carta de febrero de 1942, seis meses antes de su dies natalis:
«Ayer,
delante de una imagen del Niño Jesús de Praga, de improviso me di cuenta de que
lleva la corona imperial, y, seguramente, no por casualidad se ha manifestado
activo precisamente en Praga. Praga ha sido, a través de los siglos, la sede de
los antiguos emperadores alemanes, esto es, de los romanos, y produce una impresión verdaderamente majestuosa que ninguna
otra ciudad, de las que conozco, pueda compararse con ella, ni siquiera París o
Viena. El Niño Jesús llegó precisamente cuando terminó el esplendor político
imperial en Praga. ¿No es acaso el emperador
oculto, quien debe poner fin alguna vez a toda miseria? Él tiene, desde luego,
las riendas en la mano, aun cuando los hombres piensen que son ellos los que
gobiernan» (Carta a la Madre Johanna Van
Weersth, Echt, 2 de febrero de 1942).
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