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el libro-entrevista Cruzando el umbral de
la Esperanza, Vittorio Messori hacía notar al Papa Juan Pablo II, con el
estilo respetuosamente «provocador» de un periodista católico que dialoga con
el Sucesor de Pedro, un
hecho paradójico: de una parte, la excesiva locuacidad de la Iglesia actual
para hablar de los temas más variados; y por otra, la tendencia a callar sobre
temas tan fundamentales como las verdades eternas o postrimerías.
En
su larga respuesta, el Papa matiza y aclara el alcance de las observaciones de su
entrevistador, sin dejar por ello de reconocer y lamentar la pérdida de aquellos predicadores que
con tanta maestría sabían poner a las almas frente a su destino eterno:
«Recordemos
–señalaba el Romano Pontífice– que, en tiempos aún no muy lejanos, en las
predicas de los retiros o de las misiones, los Novísimos –muerte, juicio, infierno, gloria y purgatorio–
constituían siempre un tema fijo del programa de meditación, y los predicadores
sabían hablar de eso de una manera eficaz y sugestiva, ¡Cuántas personas fueron
llevadas a la conversión y a la confesión por estas prédicas y reflexiones
sobre las cosas últimas!
Además,
hay que reconocerlo, ese estilo pastoral era profundamente personal: “Acuérdate de que al fin te presentarás
ante Dios con toda tu vida, que ante Su tribunal te harás responsable de todos
tus actos, que serás juzgado no solo por tus actos y palabras, sino también por
tus pensamientos, incluso los más secretos”. Se puede decir que tales prédicas,
perfectamente adecuadas al contenido de la Revelación del Antiguo y del Nuevo
testamento, penetraban profundamente en el mundo íntimo del hombre. Sacudían su
conciencia. Le hacían caer de rodillas. Le llevaban al confesonario, producían
en él una profunda acción salvífica». Y más adelante, tras considerar la
perspectiva escatológica más universal y cósmica, centrada en Cristo y en el
Espíritu Santo, que desarrolló el Concilio, especialmente en el capítulo VII de
la Lumen Gentium, se queja a su vez de que «se han perdido también los
predicadores, los catequistas, los educadores, porque han perdido el coraje de “amenazar
con el infierno”. Y quizá hasta quien les escucha haya dejado de tenerle miedo»
(Cf. Juan Pablo II, Cruzando el umbral de
la Esperanza, Plaza & Janes 1994,
p. 182 y ss).
A
la luz de estas consideraciones, se podría decir que marginar las verdades
eternas del contenido de la predicación no solo perjudica a los destinatarios de la palabra
de Dios, al ver cercenado el mensaje evangélico en algo que le es esencial,
sino también al propio evangelizador que, atenazado por el temor a contristar,
incomodar o incluso de ahuyentar a su auditorio, ya no se siente capaz de enseñar
con autoridad y convicción, de «amenazar con el infierno». No es raro que se presente entonces la tentación –hoy bastante extendida– de deslizarse por la
pendiente de una fraseología insustancial y melosa en la exposición del Evangelio, que a la larga resulta inútil e infecunda. En cualquier caso, siempre será necesario volver a recordar la advertencia de la
Escritura: «En todas tus obras acuérdate de tus postrimerías y no pecarás jamás»
(Eclo 7, 40).
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