La ligereza de ciertas opiniones del actual general de los Jesuitas, padre Arturo Sosa, vertidas en una entrevista a la página de información eclesial rossoporpora ha suscitado, como era de prever, no pocas reacciones críticas. Presentamos aquí (en dos entradas), la traducción española -realizada por la redacción- de un contundente artículo del padre Antonio Livi, prestigioso filósofo italiano, en el que sale al paso de algunas ambiguas y hasta escandalosas afirmaciones del actual general de la Compañía.
Jesús (non) dixit: el jesuita que ofende a Cristo
por
Antonio Livi (24-02-2017)
Fuente: La nuova Bussola Quotidiana
La entrevista al general
de los jesuitas padre Arturo Sosa, para quien las palabras de Jesús deberían
ser contextualizadas porque los evangelistas no llevaban consigo una grabadora,
por su absoluta incoherencia lógica, no merecería ningún comentario teológico,
sino más bien una risotada. Sin embargo, tratándose de una intervención del
actual general de los Jesuitas en el debate sobre la interpretación de un
documento pontificio tan problemático como Amoris laetitia, se hace necesario,
por la responsabilidad pastoral respecto a los fieles a los que la entrevista
ha llegado por los medios de comunicación internacionales, una llamada
aclaratoria sobre la correcta relación del Magisterio y/o de la sagrada
teología con la verdad revelada, aquella por la que Dios “ha querido hacernos
conocer su vida íntima y sus designios de salvación para el mundo” (Vaticano I,
constitución dogmática Dei Filius, 1870).
Los fieles católicos
(tanto pastores como fieles) saben que la verdad que Dios ha revelado a los
hombres hablando por medio de los Profetas del Antiguo Testamento y luego
mediante su propio Hijo, Jesús (cf. Hebreos, 1, 1), es custodiada, interpretada
y anunciada infaliblemente por la Apóstoles, a los que Cristo confirió el poder
del magisterio auténtico de la evangelización y la catequesis. Cristo dijo a
los Apóstoles: “Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; quien a vosotros
rechaza, a mí me rechaza. Y el que me rechaza a mí, rechaza al que me ha
enviado” (Lucas, 10, 16). El valor de verdad de la doctrina de los Apóstoles y
de sus sucesores (los obispos encabezados por el Papa) depende, por tanto,
enteramente del valor de verdad de la doctrina de Cristo mismo, el único que
conoce el misterio del Padre: “Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me ha
enviado” (Juan, 7, 16). El Padre Sosa, prisionero como es de la ideología
irracionalista (pastoralismo, praxisismo, historicismo) es alérgico a la
palabra “doctrina”, pero no se da cuenta de que con esta necia polémica ofende
no solo a la Iglesia de Cristo, sino a Cristo mismo.
Tan esencial es la
potestad de magisterio (munus docendi), que Cristo la ha conferido a los Apóstoles
juntamente con el poder de administrar los sacramentos de la gracia (munus
sanctificandi), por el que los hombres pueden ser santificados, es decir,
unidos ontológicamente (no sólo moralmente) a Cristo, y en Él, en la unidad del
Espíritu, a Dios que es el único verdaderamente Santo. En efecto, Jesús dice a
los Apóstoles: "Id y enseñad a todas las naciones, bautizándolas en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo
lo que os he mandado. He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el
fin del mundo” (Mateo, 28, 20).
Y para proveer a las
necesidades espirituales de los fieles, con la constitución jerárquica de la Iglesia,
Cristo también ha conferido a los Apóstoles la misión pastoral (munus regendi).
Se entiende entonces que no se pueda pensar en reformas “pastorales” de la
Iglesia, en contraste con la doctrina dogmática y moral –como querría el padre
Sosa– con la excusa de supuestas inspiraciones de un fantasmal “Espíritu”, que
ciertamente no es el Espíritu de Jesús (Aquel que “ex Patre Filioque
procedit”), ya que contradice derechamente su doctrina y sus mandamientos,
incluso allí donde Jesús ha hablado de modo definitivo e inequívoco, como es el
caso del matrimonio natural, que es indisoluble porque Dios así lo ha
instituido “desde el principio”.
No sirve de nada –y mucho menos a la edificación de la fe de los católicos de
hoy– sostener con argumentos
pseudo-teológicos, es decir, con la propaganda revolucionaria, las reformas
doctrinales de una imaginaria “Iglesia de Bergoglio”; los fieles saben muy bien
que la “Iglesia de Bergoglio” no existe y que no puede existir, porque Dios ha
querido únicamente la Iglesia de su Hijo, la Iglesia de Cristo, Verbo encarnado
y Cabeza del Cuerpo Místico, siempre presente para ser el único Maestro,
Sacerdote y Rey para toda generación, hasta el fin de los tiempos (véase el
clásico tratado teológico del cardenal Charles Journet, L’Eglise du Verbe Incarné,
Desclée, París-Brujas 1962, y el reciente ensayo del Prefecto de la
Congregación de la Fe, el cardenal Gerhrard Ludwig Müller, titulado Der papst - Sendung und Auftrag, Herder
Verlag, Frankfurt 2017).
No sirve de nada hablar de una “Iglesia del pueblo”, imaginada según los
esquemas ideológicos de una pretendida “teología del pueblo” sudamericana,
donde está la “base”, “concientizada” por los intelectuales de planta (los
teólogos), que decide qué doctrina y qué praxis responden a las necesidades
políticas de un momento histórico y donde el Papa ya no es más el intérprete
infalible de la verdad revelada y el administrador de los misterios salvíficos,
sino el intérprete de la voluntad popular y el administrador de la revolución
permanente. Son las aberraciones pseudo-teológicas que se encuentran ya en la Teología de la revolución del peruano
Gustavo Gutiérrez y que toman su origen de la “nueva teología política” del
alemán Johann Baptist Metz. El venezolano padre Sosa, siempre vinculado a esta
corriente ideológica, vuelve a proponer hoy, en su intento de apoyar
servilmente las supuestas intenciones revolucionarias del Papa Bergoglio, teorías
que hace ya cuarenta años, bajo el Papa Wojtyla, han sido condenadas por el
Magisterio como contrarias al dogma eclesiológico.
Tampoco sirve la coartada pseudo-teológica de una nueva y
“aggiornata” interpretación de la Escritura, capaz de llegar a contradecir las “ipsissima verba Christi” y después
capaz de descalificar como “fundamentalistas” a quienes en la Iglesia (no sólo
los teólogos como Carlo Caffara sino incluso a Papas como San Juan Pablo II) se
atienen al significado obvio y vinculante de las enseñanzas bíblicas. Estos
sofismas pueden hacer presa en la opinión pública católica menos equipada con
criterios de discernimiento; sin embargo hace ya tiempo que han sido
desmontados y refutados punto por punto por los recientes documentos del
Magisterio y de la crítica teológica (ver mi tratado sobre la verdadera y la
falsa teología, Leonardo da Vinci, Roma 2012).
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