Jesús
(non) dixit: el jesuita que ofende a Cristo (II)
por
Antonio Livi (24-02-2017)
(Continuación de la entrada anterior)
Fuente: La nuova Bussola quotidiana
Nosotros, católicos, sabemos que tenemos que
leer el Antiguo y el Nuevo Testamento a la luz de la doctrina de la Iglesia,
porque pertenece a ella darnos la Sagrada Escritura, garantizando su
inspiración divina; y es ella la que nos proporciona la interpretación
auténtica, cada vez que sea necesaria una interpretación con el fin de hacer
comprensible el mensaje de salvación a los hombres de un determinado contexto
histórico–cultural.
Nosotros, católicos, a diferencia de Lutero
y de todos aquellos protestantes que han seguido su metodología teológica
(radicalmente herética), no nos basamos en el ilógico principio de la “Sola
Scriptura” y del “libre examen”; tampoco vemos ningún motivo lógico para oponer
la Biblia al Magisterio y el Magisterio a la Biblia. Nosotros, católicos,
tenemos razones para creer, más allá de toda duda razonable, a la autoridad
doctrinal de la Iglesia que nos ha dado las Sagradas Escrituras, asegurándonos
de que es verdaderamente la “palabra de Dios”, en cuanto que es Dios mismo el
autor principal y los hagiógrafos, que han escrito bajo la inspiración del
Espíritu Santo, los autores secundarios o instrumentales.
Esto significa, contra el relativismo
profesado por el padre Sosa, que lo que se lee en la Sagrada Escritura es
absolutamente cierto, es la verdad de los misterios sobrenaturales que Dios nos
ha revelado gradualmente: primero a través de los profetas, y luego de modo
definitivo en la misma persona de Dios Hijo. Siempre debe tenerse en cuenta que
los textos de la Escritura, por el hecho de contener la revelación de los
misterios sobrenaturales, de suyo inefables, proporcionan a los creyentes el
suficiente conocimiento (analógico) de lo divino que les permite encontrar en
Cristo “el camino, la verdad y la vida”.
Por su esencial finalidad
salvífica
los textos de la Escritura no están “abiertos” a cualquier tipo de
interpretación, tampoco en contradicción con su significado textual, que por lo
general es claro e inequívoco (el mismo significado claro e inequívoco que
tienen las fórmulas dogmáticas que a lo largo de los siglos la Iglesia ha ido
definiendo). No es verdadero lo que sostenía hace algunos decenios el
protestante suizo Karl Jaspers, de que “en la Biblia, del punto de vista
doctrinal, se puedo encontrar todo y lo contrario de todo”.
Cuando sucede que el
significado textual
de un pasaje bíblico es susceptible de diversas interpretaciones, es la misma
Iglesia la llamada a proporcionar una interpretación “auténtica”, esto es,
conforme al entero conjunto orgánico de la doctrina revelada (analogia fidei).
En caso de que la Iglesia no haya intervenido para ofrecer una interpretación
“auténtica”, los teólogos tienen libertad para proponer sus propias hipótesis
interpretativas, todas legítimas siempre que sean compatibles con el dogma.
El general de los
Jesuitas
se refiere de manera irresponsable a perícopas evangélicas, en las que está
textualmente contenida la doctrina revelada sobre el matrimonio, diciendo que
se trata de palabras de hombres (los hagiógrafos), transmitidas por otros hombres
(los Apóstoles y sus sucesores) e interpretadas aún por otros hombres (los
teólogos). En resumen, para él ¡nunca es la Palabra de Dios! De un solo golpe
el padre Sosa logra negar todos los dogmas fundamentales de la Iglesia
católica, comenzando por el de la inspiración divina de la Escritura, de donde
procede la propiedad de la “santidad” y de la “inerrancia” de las enseñanzas
bíblicas (vuelto a mencionar por Pío XII en 1943, en la encíclica Divino afflante Spiritu y luego
propuesto otra vez por el Vaticano II en 1965, en la constitución dogmática Dei Verbum), para terminar con el de la
infalibilidad del magisterio cuando define formalmente la verdad que Dios ha
revelado para la salvación de los hombres (definido en 1870 por el Vaticano I
con la constitución dogmática Pastor
Aeternus y vuelto a proponer por el Vaticano II en la constitución
dogmática Lumen gentium y Dei Verbum).
Al reducir la Escritura a “expresión de la
conciencia de la comunidad creyente de tiempos pasados”," al padre Sosa le
parece lógico sostener la necesidad de una nueva interpretación del mensaje
bíblico a la luz de la “expresión de la conciencia de la comunidad creyente” de
hoy. Pero esto es lógico sólo si se profesa la “anarquía hermenéutica”, que ha
llevado a un teólogo luterano como Rudolf Bultmann a proponer la
“des-mitologización” del Nuevo Testamento. En cambio, para la fe católica (que,
mientras no se demuestre lo contrario, debería ser la del general de los
Jesuitas), es totalmente ilógico suponer que la Escritura no enseña siempre y
principalmente la verdad divina indispensable para la salvación de los hombres
de todo lugar y de todo tiempo. Solo quien acepta in toto la herejía luterana puede suponer que no existe lo que yo
llamo el “límite hermenéutico infranqueable”, es decir, la individuación
(inmediata, accesible a todos) de un contenido doctrinal específico, que
ninguna interpretación puede negar o poner en la sombra. Este es el caso,
precisamente, de la doctrina evangélica sobre el matrimonio y el adulterio.
Entiendo (aunque la
lamento) la intención
del Padre Sosa de apoyar la (supuesta) revolución pastoral del Papa Bergoglio
para relativizar el dogma, y así poder contradecir en la práctica cuánto la
Iglesia ya ha establecido definitivamente con la doctrina acerca de los
sacramentos del Matrimonio, de la Penitencia y de la Eucaristía. Pero
razonemos: eliminando el dogma, ¿en base a qué se debería escuchar a un Papa,
que –según la interpretación oficiosa de Sosa y de muchos otros teólogos
obsequiosos– ha puesto el dogma a un costado?
Si no es absolutamente (y no relativamente)
verdadero –hoy, como lo fue ayer y lo será mañana– que Cristo ha dado al Papa
la suprema potestad en la Iglesia, ¿por qué motivo deberíamos escucharlo y
obedecerle? Nosotros sabemos como perteneciente a la Sagrada Escritura (sobre
la que se basan los dogmas enunciados por el Magisterio, desde los primeros
siglos hasta el Vaticano I) que Cristo ha dado al Papa la suprema potestad en
la Iglesia. Ahora bien, si se aplicase a esta voluntad expresa de Cristo el
criterio relativista de Sosa, entonces habría católicos que venerarían y
respetarían al Papa y otros que lo ignorarían o combatirían. Unos y otros
actuarían por motivos no teológicos, sino ideológicos, es decir, políticos.
Fieles al Papa Bergoglio serían solamente aquellos que lo siguen, como se sigue
en política a un líder “carismático”, pero ya no se trataría por cierto del
carisma divino de la infalibilidad en la doctrina, sino del carisma humano del
cabecilla que por medio de sus palabras y gestos consigue el consenso de las
masas.
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