En
un reciente encuentro con los obispos de Polonia con ocasión de la JMJ, el Papa
Francisco recordaba un comentario que le había oído el Papa Benedicto: «Santidad, esta es la época del pecado
contra Dios creador»; y los invitaba a reflexionar sobre ello: «Lo que ha
dicho el Papa Benedicto tenemos que pensarlo: ΄Es la época del pecado contra
Dios creador΄». Y una terrible desgracia que conlleva el pecado contra el
Creador es que entonces ni el mismo hombre es capaz de mantenerse en su ámbito propiamente humano: cae necesariamente en lo infrahumano. La rebelión contra el Creador se convierte en la propia autodestrucción de la criatura en cuanto
tal.
Semanas
atrás el Cardenal Angelo Bagnasco decía en una homilía que hoy «se pretende marginar al cristianismo y se
quiere crear un orden mundial sin Dios». Pero ese orden mundial sin Dios se
vuelve ipso facto en un orden mundial sin hombre, o bien, en el desorden
mundial que se origina cuando el instinto humano se desliga de toda verdad y control. Hace
años lo hacía notar el filósofo italiano Cornelio Fabro al hablar de la
fragilidad de una moral puramente atea o laica. Una moral atea -decía- es una
“contradictio in adiecto”, porque es inevitable «que cuando no se quiere reconocer a Dios no se pueden conservar ni
siquiera los valores naturales del hombre, sino que se incurre necesariamente
en lo infrahumano y en la práctica sistemática de la violencia privada y
política. También la moral atea es víctima del prejuicio moderno de la suficiencia
del hombre, y no acepta la paradoja advertida ya desde los mejores espíritus de
la cultura clásica antes de Cristo: la necesidad del hombre, precisamente para
mantenerse en el nivel de hombre, de ser “más que hombre”, esto es, de
reconocer la divinidad y aceptar sus leyes» (C. Fabro, Dios. Introducción al problema teológico, Madrid 1961, p. 102). Por
desgracia nuestra época parece ser la prueba empírica de lo dicho.
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