«Virgen
excelente, que superas en todo a las madres: tu descendencia te ha elevado y
Dios te ha concedido cosas excelsas. Tu fruto está presente sin que la flor de
la virginidad se haya agostado. Para tu Hijo eres madre, mas para todos
permaneces virgen. Feliz tú que para el género humano, caído bajo el dominio
del infierno, te has convertido en vía y carroza que lleva al cielo. Tú eres el
palacio de Dios, el ornato del paraíso, la gloria del reino, el refugio de la
vida, el puente para entrar en los cielos.
Arca
espléndida y vaina poderosa de la espada de dos filos, tú te alzas como altar
de Dios y faro de luz. Eres más elevada que los cedros y las altas cimas de los
montes. Bajo tus pies, hasta la misma rueda del sol desaparece. Tú eres la
primera en el coro de las vírgenes, la única que ha sido preferida a los coros
celestiales. Tú eres la arcilla del Alfarero, más hermosa que todos los demás
vasos y materia resplandeciente de una nueva creación.
Tú
eres el hermoso candelabro que contiene la luz del Verbo; tu forma ha sido
esculpida por aquel Artífice que se encuentra por encima de los astros. Eres la
sorprendente belleza que adorna la ciudad santa de Jerusalén, vaso colocado
frente al templo en honor de Dios. Con tu esplendor deslumbrante superas las
puertas de Sión y, gracias al mérito de tu fe, has sido colocada en el trono
como la gema más rica. Tu rostro proyecta luz, de tu frente provienen rayos
luminosos como saetas; tú haces girar la luz con tus ojos fulgurantes.
Espejo
celestial, noble casa del Omnipotente, tú transmites los resplandores luminosos
de tu aspecto (…).
Tú
llevas un nombre honrado, oh María, bendita en todos los tiempos, obra maestra
que alaba al noble Artífice. Dulce doncella, a causa del precioso mensaje del
ángel, tienes dones de belleza superiores a los de los demás seres humanos. Más
bella que las rosas y superior a los lirios del campo, eres tú la nueva flor de
la tierra que el mismo cielo cultiva desde lo alto. Tú eres cristal, ámbar;
oro, púrpura, perla blanca, esmeralda; allí donde llega el fulgor de tu figura
todos los metales desaparecen. La nieve queda vencida por tu candor, el sol por
la belleza de tus cabellos; sus rayos, oh Virgen, palidecen frente a tu
hermosura. El fuego del rubí se apaga y la ardiente estrella de la mañana cede
en claridad si se compara contigo».
(San
Venancio Fortunato, In laudem sanctæ Mariæ,
nn. 203 y 209).
San
Venancio, nacido hacia el año 530, es uno de los grandes poetas de la Iglesia
del siglo VI. Sirvan estas estrofas como filial homenaje a Nuestra Señora en la
fiesta de su Asunción.
No hay comentarios:
Publicar un comentario