San Pablo Miki nació en
Japón hacia el año 1565. Ingresó en la Compañía de Jesús y predicó el Evangelio
en su país con gran fruto. Como su amado Maestro, murió crucificado el año
1597, junto a 25 compañeros, en Nagasaki, durante la cruel persecución contra
los primeros católicos japoneses y sus evangelizadores. Qué la sangre de estos héroes
de la fe sea siempre semilla fecunda de la expansión de la Iglesia Católica en
el continente asiático.
De la Historia del martirio de San Pablo Miki y compañeros, escrita por un contemporáneo. (Cap. 14, 109-110:
Acta Sanctorum Februarii 1, 769)
“Clavados en la cruz,
era admirable ver la constancia de todos, a la que les exhortaban el padre
Pasio y el padre Rodríguez. El Padre Comisario estaba casi rígido, los ojos
fijos en el cielo. El hermano Martín daba gracias a la bondad divina entonando
algunos salmos y añadiendo el verso: en
tus manos, Señor. También el hermano Francisco Blanco daba gracias a Dios
con voz clara. El hermano Gonzalo recitaba también en alta voz la oración
dominical y la salutación angélica. Pablo Miki, nuestro
hermano, al verse en el púlpito más honorable de los que hasta entonces había
ocupado, declaró en primer lugar a los circunstantes que era japonés y jesuita,
y que moría por anunciar el Evangelio, dando gracias a Dios por haberle hecho
beneficio tan inestimable. Después añadió estas palabras: «Al llegar este momento
no crea ninguno de vosotros que me voy a apartar de la verdad. Pues bien, os
aseguro que no hay más camino de salvación que el de los cristianos. Y como
quiera que el cristianismo me enseña a perdonar a mis enemigos y a cuantos me han
ofendido, perdono sinceramente al rey y a los causantes de mi muerte, y les
pido que reciban el bautismo.» Y, volviendo la mirada a
los compañeros, comenzó a animarles para el trance supremo. Los rostros de
todos tenían un aspecto alegre, pero el de Luis era singular. Un cristiano le
gritó que estaría en seguida en el paraíso. Luis hizo un gesto con sus dedos y
con todo su cuerpo, atrayendo las miradas de todos. Antonio, que estaba al
lado de Luis, fijos los ojos en el cielo, y después de invocar los nombres de
Jesús y María, entonó el salmo: Alabad, siervos del Señor, que había aprendido
en la catequesis de Nagasaki, pues en ella se les hace aprender a los niños
ciertos salmos. Otros repetían: ¡Jesús!, ¡María!, con rostro sereno. Algunos
exhortaban a los circunstantes a llevar una vida digna de cristianos. Con éstas
y semejantes acciones mostraban su prontitud para morir. Entonces los verdugos
desenvainaron cuatro lanzas como las que se usan en Japón. Al verlas, los
fieles exclamaron: ¡Jesús!, ¡María!, y se echaron a llorar con gemidos que
llegaban al cielo. Los verdugos remataron en pocos instantes a cada uno de los
mártires.
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