El Beato Pio IX, cuya
memoria celebra hoy la Iglesia, siendo un joven sacerdote participó en la
diplomacia pontificia como componente de una misión Apostólica en Argentina, Chile
y Uruguay. En tierra chilena permaneció desde el 29 de febrero hasta el 30 de
octubre de 1824. Conoció bien la Patria naciente que visitaba, su gente, su
clero, sus costumbres. Acarició incluso la idea de permanecer como simple
misionero en estas tierras; sin embargo la Providencia Divina le tenía
reservada otra gran misión: dirigir la barca de Pedro por más de 30 años en
momentos verdaderamente tormentosos (1846-1878). Mientras navegaba de regreso a
Italia, frente a las costas de Chiloé, el Señor no dejaba de regalar con
consuelos a su futuro Vicario. “El Señor -escribe
en su diario de viaje- me colmaba con sus
favores y debo agradecerle de corazón que de vez en cuando me hacía escuchar su
voz para darme nuevos ánimos, o, para decir mejor, para removerme de tantos
defectos y tibiezas. La navegación es muy oportuna para elevarse a Dios con
fervor, porque si siempre estamos en sus manos, aquí nos encontramos en ellas
de una manera más sensible, ya que todo contribuye a probar esta verdad y a
llamar al espíritu a recogerse con Dios, a reconocer su grandeza, a aumentar la
confianza en Él y a esperar en su misericordia: todo esto se experimenta más
fácilmente en tiempo de tempestad”. Como Vicario de Cristo, a su condición
de hombre afable y humilde, unió la de vir
pugnator, la de un valeroso guerrero que defendió los derechos de la
Iglesia y de la fe ante la amenaza creciente del liberalismo, el racionalismo y
de las renovadas oleadas de anticlericalismo.
Sobre todo fortaleció la conciencia católica de los fieles para que no
se acomplejaran ante un mundo que se volvía cada vez más hostil a los valores
del cristianismo. Por eso, dos eventos verdaderamente significativos de la
historia de la Iglesia del siglo XIX marcan su pontificado: la celebración del
Concilio Vaticano I y la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción.
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