Escolástica,
hermana de Benito, dedicada desde su infancia al Señor todopoderoso, solía
visitar a su hermano una vez al año. El varón de Dios se encontraba con ella
fuera de las puertas del convento, en las posesiones del monasterio. Cierto
día, vino Escolástica, como de costumbre, y su venerable hermano bajó a verla
con algunos discípulos, y pasaron el día entero entonando las alabanzas de Dios
y entretenidos en santas conversaciones. Al anochecer, cenaron juntos. Con el
interés de la conversación se hizo tarde y entonces aquella santa mujer le
dijo: «Te ruego que no me dejes esta noche y que sigamos hablando de las
delicias del cielo hasta mañana.» A lo que respondió Benito: “¿Qué es lo que
dices, hermana? No me está permitido permanecer fuera del convento.» Pero
aquella santa, al oír la negativa de su hermano, cruzando sus manos, las puso
sobre la mesa y, apoyando en ellas la cabeza, oró al Dios todopoderoso. Al
levantar la cabeza, comenzó a relampaguear, tronar y diluviar de tal modo, que
ni Benito ni los hermanos que le acompañaban pudieron salir de aquel lugar. Comenzó
entonces el varón de Dios a lamentarse y entristecerse, diciendo: «Que Dios te
perdone, hermana. ¿Qué es lo que acabas de hacer?» Respondió ella: «Te lo pedí
y no quisiste escucharme; rogué a mi Dios, y me escuchó. Ahora sal, si puedes, y vuelve al monasterio.» Benito, que no había querido quedarse
voluntariamente, no tuvo, al fin, más remedio que quedarse allí. Así pudieron
pasar toda la noche en vela, en santas conversaciones sobre la vida espiritual,
quedando cada uno gozoso de las palabras que escuchaba a su hermano. No es de
extrañar que al fin la mujer fuera más poderosa que el varón, ya que, como dice
Juan: Dios es amor, y, por esto, pudo más porque amó más. A los tres días,
Benito, mirando al cielo, vio como el alma de su hermana salía de su cuerpo en
figura de paloma y penetraba en el cielo. Él, congratulándose de su gran
gloria, dio gracias al Dios todopoderoso con himnos y cánticos, y envió a unos
hermanos a que trajeran su cuerpo al monasterio y lo depositaran en el sepulcro
que había preparado para sí. Así ocurrió que estas dos almas, siempre unidas en
Dios, no vieron tampoco sus cuerpos separados ni siquiera en la sepultura.
(De los libros de los
Diálogos de San Gregorio Magno, Papa (Libro 2, 33: PL 66,194-196)
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