Santa Gertrudis,
religiosa y mística alemana del siglo XIII, apodada la Grande, y cuya fiesta celebra hoy la Iglesia, sin duda guiada
por la luz del Espíritu Santo veía con mucha claridad los nítidos contornos de su propia
miseria: “Te doy gracias –escribe en el
libro de las revelaciones-, con todo mi corazón, por tu inmensa misericordia y
alabo, al mismo tiempo, tu paciente bondad, la cual puse a prueba durante los
años de mi infancia y niñez, de mi adolescencia y juventud, hasta la edad de casi
veintiséis años, ya que pasé todo este tiempo ofuscada y demente, pensando,
hablando y obrando, siempre que podía, según me venía en gana —ahora me doy
cuenta de ello—, sin ningún remordimiento de conciencia, sin tenerte en cuenta
a ti, dejándome llevar tan sólo por mi natural detestación del mal y atracción
hacia el bien, o por las advertencias de los que me rodeaban, como si fuera una
pagana entre paganos, como si nunca hubiera comprendido que tú, Dios mío,
premias el bien y castigas el mal; y ello a pesar de que desde mi infancia,
concretamente desde la edad de cinco años, me elegiste para entrar a formar
parte de tus íntimos en la vida religiosa”. Pero igualmente advierte que tiene derecho a apropiarse los méritos infinitos de Jesucristo –este es el grandioso
derecho del cristiano- y ofrecerlos como reparación grata y suficiente al
Padre. Por eso sigue diciendo: “Te
ofrezco en reparación, Padre amantísimo, todo lo que sufrió tu Hijo amado,
desde el momento en que, reclinado sobre paja en el pesebre, comenzó a llorar,
pasando luego por las necesidades de la infancia, las limitaciones de la edad
pueril, las dificultades de la adolescencia, los ímpetus juveniles, hasta la
hora en que, inclinando la cabeza, entregó su espíritu en la cruz, dando un
fuerte grito. También te ofrezco, Padre amantísimo, para suplir todas mis
negligencias, la santidad y perfección absoluta con que pensó, habló y obró
siempre tu Unigénito, desde el momento en que, enviado desde el trono celestial,
hizo su entrada en este mundo hasta el momento en que presentó, ante tu mirada
paternal, la gloria de su humanidad vencedora”. (Del libro de las
Insinuaciones de la divina piedad, de santa Gertrudis, virgen (Libro 2, 23,1.
3. 5. 8.10: SC 139, 330-340)
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