¡Ay
del alma en la que no habita Cristo!, repite San Macario –eremita egipcio del
siglo IV- en una de sus homilías que el Oficio de Lecturas nos proponía ayer. El alma donde no mora Dios es como casa abandonada, como
camino solitario, intransitable y peligroso, como nave sin rumbo por falta de
piloto, como tierra agreste sin cultivar o como albergue donde se amontonan
vicios innumerables. Un texto digno de meditación para sentir la
necesidad absoluta de Dios y temer la pérdida de tan preciado Bien.
“Así
como en otro tiempo Dios, irritado contra los judíos, entregó a Jerusalén a la
afrenta de sus enemigos, y sus adversarios los sometieron, de modo que ya no
quedaron en ella ni fiestas ni sacrificios, así también ahora, airado contra el
alma que quebranta sus mandatos, la entrega en poder de los mismos enemigos que
la han seducido hasta afearla.
Y,
del mismo modo que una casa, si no habita en ella su dueño, se cubre de
tinieblas, de ignominia y de afrenta, y se llena de suciedad y de inmundicia,
así también el alma, privada de su Señor y de la presencia gozosa de sus
ángeles, se llena de las tinieblas del pecado, de la fealdad de las pasiones y
de toda clase de ignominia.
¡Ay
del camino por el que nadie transita y en el que no se oye ninguna voz humana!,
porque se convierte en asilo de animales. ¡Ay del alma por la que no transita
el Señor ni ahuyenta de ella con su voz a las bestias espirituales de la
maldad! ¡Ay de la casa en la que no habita su dueño! ¡Ay de la tierra privada
de colono que la cultive! ¡Ay de la nave privada de piloto!, porque, embestida
por las olas y tempestades del mar, acaba por naufragar. ¡Ay del alma que no
lleva en sí al verdadero piloto, Cristo!, porque, puesta en un despiadado mar
de tinieblas, sacudida por las olas de sus pasiones y embestida por los
espíritus malignos como por una tempestad invernal terminará en el naufragio.
¡Ay
del alma privada del cultivo diligente de Cristo que es quien le hace producir
los buenos frutos del Espíritu!, porque, hallándose abandonada, llena de
espinos y de abrojos, en vez de producir fruto, acaba en la hoguera. ¡Ay del
alma en la que no habita Cristo, su Señor!, porque, al hallarse abandonada y
llena de la fetidez de sus pasiones, se convierte en hospedaje de todos los
vicios.
Del
mismo modo que el colono, cuando se dispone cultivar la tierra, necesita los
instrumentos y vestiduras apropiadas, así también Cristo, el rey celestial y
verdadero agricultor, al venir a la humanidad desolada por pecado, habiéndose
revestido de un cuerpo humano y llevando como instrumento la cruz, cultivó el
alma abandonada, arrancó de ella los espinos y abrojos de los malos espíritus,
quitó la cizaña del pecado y arrojó al fuego toda la hierba mala; y, habiéndola
así trabajado incansablemente con el madero de la cruz, plantó en ella el
huerto hermosísimo del Espíritu, huerto que produce para Dios, su Señor, un
fruto suavísimo y gratísimo” (De las homilías atribuidas a San Macario.
Homilía 28).
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