jueves, 6 de agosto de 2020

INTUICIONES LITÚRGICAS DE UN NO CREYENTE

Interior de la Catedral de Fidenza 

He vertido al español un artículo muy sugerente que apareció tiempo atrás en el periódico italiano Italia Oggi. El autor comparte con sus lectores las ideas que rondaron su mente mientras visitaba la Catedral de Fidenza, en una hermosa mañana dominical de primavera. La espléndida arquitectura del templo, los rayos de luz que atraviesan su interior, y la modesta misa que entonces ve celebrar, le hacen captar con agudeza la desacralización que se ha operado en el culto y en el sacerdocio durante las últimas décadas. No todo me parece exacto en sus reflexiones, –él mismo se declara agnóstico–, pero su testimonio da que pensar e invita a un examen sincero sobre los avatares de tantas reformas precipitadas, y ahora fracasadas, que siguieron al último Concilio. Urge que la liturgia devuelva al sacerdote, principalmente cuando está en el altar, parte de su majestad perdida.

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Pensamientos sueltos durante una mañana en la espléndida Catedral de Fidenza. ¿Fue oportuna la decisión del Concilio de volver al sacerdote cara a los fieles?

Por Domenico Cacopardo

Fuente: italiaoggi.it 
Reproducido en messainlatino.it

E
l último domingo de mayo, con su sol claro y una brisa ligera, nos motivó finalmente a mi esposa y a mí para dedicarnos al clásico paseo fuera de la ciudad. Desde el año pasado que, por diversas razones, la última, obviamente, el Covid-19, no habíamos puesto nuestros pies fuera de Parma, la ciudad donde vivimos. Elegí Fidenza, una ciudad a la que por razones familiares estoy muy unido: de niño, había acompañado allí a mi madre. En la ciudad vivían sus tíos y, en las visitas a su familia, en Piacenza, no dejábamos de pasar unos días en la ciudad de San Donnino. En los últimos años había estado allí alguna vez, y había tratado inútilmente de volver a ver la Catedral (dedicada precisamente a San Donnino), pero no lo había logrado debido a importantes e interminables restauraciones.

Se trata de una iglesia importante que se remonta al 1117, cuya fachada románica se atribuye a Benedetto Antelami, el artista nacido en Val d’Intelvi y que trabajó sobre todo en la provincia de Parma. En el interior, sobre sus tres naves, ya se aprecia la elevación de los arcos ojivales típicos del gótico, el estilo aprendido por los constructores cristianos en Tierra Santa, incluso antes de las cruzadas (iniciadas en 1096).

Como tantas otras iglesias de ese período (se viene a mi memoria la Catedral de Parma y otras más, como la de San Sixto en Viterbo y la Catedral de Acquapendente) está dispuesta en dos niveles: el de los fieles y, más arriba, el de los celebrantes. Hoy, la límpida luz de un día plenamente primaveral (que puede volver muy grato el Valle del Bajo Po, privado para la ocasión de la humedad y de los humores que normalmente lo atraviesan) golpeaba de modo sugestivo el viejo altar elevado. El sacerdote celebrante estaba en la planta baja junto con el público o, mejor dicho, con los fieles. Por supuesto, era casi imposible identificarlo, ubicado en una esquina del templo, al inicio de la escalera. Así, con tal estímulo visivo, se me ha venido a la mente un pensamiento como incrédulo o agnóstico que soy.

Interior iglesia de San Sixto en Viterbo 
Imagen: wikipedia.org

La cultura escenográfica de la Iglesia, sacada de los cultos egipcios, griegos y romanos, preveía que los celebrantes no se confundieran con la grey de los fieles asistentes. Estaban en una posición elevada, dando testimonio de un diálogo con Dios en el que impetraban la misericordia en favor de sus ovejas. O, como sucede en las iglesias orientales, escondidos en el «santuario» del que se vislumbra algún borde de las vestiduras y provienen las voces de fascinantes cánticos gregorianos.

Este domingo, por ejemplo, un sacerdote colocado en la parte elevada habría sido iluminado por el sol mientras que, muy sabiamente, la zona baja hubiera permanecido en la sombra, la sombra que se aviene a una multitud indefinida y suplicante. Cualquiera podría haber imaginado que ese sacerdote estaba en diálogo con la divinidad, recibiendo la iluminación adecuada para transmitir a su rebaño.

Desde el Concilio Vaticano II, la posición del sacerdote ha sufrido un cambio: ya no está con el rostro vuelto hacia el Sagrario con la Hostia consagrada (que, según los católicos, es el Cuerpo de Cristo) y, en consecuencia, hacia Dios, sino vuelto hacia los fieles. Y nunca como en este domingo, en la Catedral de San Donnino de Fidenza, se podía comprender que, con este cambio, el sacerdote celebrante había perdido todo carisma, todo vínculo con el Dios del dogma y del misterio y se había convertido en un fiel como los demás, dotado de facultades terrenales delegadas por una Iglesia menos (o tal vez no) efusiva con su Dios.

Para un incrédulo y agnóstico, una prueba visible, palpable, de la secularización del catolicismo y del derrumbe de su sacralidad que, durante muchos siglos, con razón o sin ella, ha existido y ha sido reconocida por el cuerpo laical. Un colapso que también se hizo evidente por su reacción frente a la pandemia: una respuesta totalmente terrenal, tan terrenal que ha renunciado a la relación con la trascendencia que le garantizaba el rito de la Misa y la Comunión.

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