Bóveda
de la Catedral de Reims
En
su hermoso opúsculo Los cuatro beneficios de la liturgia, Dom Gérard Calvet
escribió: «Si hubiera que resumir todos los beneficios que nos proporciona la participación
diaria en la oración pública de la Iglesia, se podrían compendiar en estos cuatro
puntos esenciales:
–la
llamada incesante a la trascendencia divina,
–el
poder atractivo de la belleza litúrgica,
–el
sentido de la Iglesia
–la
educación del hombre interior».
Para
este gran conocedor y amante de la liturgia tradicional, el primer y
fundamental beneficio que la liturgia nos reporta es la posibilidad de entrar
en contacto con la trascendencia de Dios, de percibirla y adorarla
reverentemente. Creo que en este aspecto la vieja liturgia aventaja con creces
a la nueva. Por lo mismo, su presencia en la vida de la Iglesia será siempre imprescindible,
independientemente de opiniones, cuestionarios o informes al respecto. Dejo a
continuación, traducido al español, el apartado en que el autor aborda este esencial beneficio de la sagrada liturgia.
En primer lugar, la trascendencia divina
Por Gerard Calvet O.S.B.
Texto completo en francés: www.clerus.org
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hombre solo es verdaderamente él mismo cuando adora. La adoración es el signo
por el cual la criatura se identifica y se resume a sí misma. Desde hace miles
de años, una humanidad ciega ha ido caminando a tientas hacia Dios, y a pesar
de extravíos inimaginables, se ha mostrado invariablemente fiel al austero
deber de la adoración. Pero aun así no faltaba la humilde confesión de un vínculo
de dependencia, donde no todo sonaba a falso: la religión de la antigüedad
tenía el valor de la espera. Acordémonos del famoso episodio del monumento
dedicado al Dios desconocido del cual se sirvió san Pablo para entrar en
diálogo con los atenienses (Hechos 17, 23). Parecería que Dios prefiere
ser adorado sin ser conocido en lugar de ser conocido sin ser adorado, porque
se trataría entonces de un falso conocimiento, de una noción rebajada y
engañosa de la divinidad. Se podría reconocer aquí todo el drama del mundo
moderno.
¿Cómo
definir la adoración? Ella es, en el sentido más amplio, una sumisión libre y
amorosa de todo el ser a la trascendencia divina, por la cual el creyente
reconoce los derechos soberanos de Dios sobre su criatura. Pero lo que la
Revelación traerá de original marcará un umbral. Primeramente la noción de lo
sobrenatural: la divinidad dejará de aparecer como una fuerza superior situada
en la cima de una serie ascendente de fuerzas de la naturaleza; ella se situará
ahora en un plano infinitamente superior al orden natural.
Sería
preciso proteger esta palabra de todo riesgo de banalización; sobrenatural no
es sinónimo de insólito o maravilloso. Designa una realidad situada
infinitamente por encima de las concepciones naturales que el hombre puede
hacerse de la santidad. La palabra sanctus significa separado. Hay en el
Evangelio una frase muy fuerte: «Vosotros sois de abajo; yo soy de arriba.
Vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo» (Jn 8, 23). Luego,
el segundo efecto de la revelación: ese Dios tres veces santo se revela como
Padre; lejos de aplastar o de aterrorizar, eleva a su criatura a la dignidad de
hijo. La adoración no excluye la ternura. Esta será la prerrogativa del orden
litúrgico.
El
olvido de la trascendencia divina ha sumido al mundo en una situación
dramática; es el comienzo de la gran apostasía anunciada por la Escritura, y el
estado actual del mundo es peor al de la antigüedad porque su rechazo de Dios
hace que ni siquiera sea ya el mundo de la espera sino el mundo de la negación.
El mundo actual está muriendo por la abolición de lo sobrenatural. Culto al
hombre, hipertrofia de lo social, afirmación del «yo»: ¿quién podría esperar
que este naturalismo no haya penetrado en la forma de rezar del hombre moderno?
Este aparece bajo las formas más diversas: afán de novedad y de adaptación;
invasión de la música moderna y de las lenguas vernáculas; inculturación, que
ahoga la inmutable oración de la Esposa en el flujo siempre cambiante de la
sensibilidad de turno; creatividad, finalmente, que es una de las formas más
sutiles del orgullo humano. En una palabra: el hombre moderno cede a la
tentación de adaptar la religión al hombre en lugar de adaptar el hombre a la
religión, como la Iglesia ha procurado hacerlo desde hace siglos.
Dando decididamente la espalda a estas tendencias naturalistas, nos será fácil
percibir que la expresión litúrgica, puesto que trasciende las modas y los
particularismos, es, por esencia y por vocación, perfectamente adaptable a lo
que el hombre lleva en sí de más esencial y profundo: el instinto de lo
sagrado, la sed de adoración. Lo que nunca se ha elevado hacia Dios, jamás
descenderá hasta los hombres. «El que procede de la tierra es terreno y habla
de la tierra» (Jn 3, 34). El lenguaje litúrgico debe descender de Dios,
si queremos que nos haga ascender hasta Él.
Como
remedio a estas desviaciones, la iglesia nos ofrece el teocentrismo de su
oración. Altar, sacerdote y fieles deben volverse en espíritu de adoración
hacia la majestad infinita de Dios. Nuestra liturgia es esencialmente
adoradora. La «misa cara al pueblo» es un disparate. «Existe un peligro, dice
el cardenal Ratzinger, cuando el carácter comunitario tiende a transformar la
asamblea en un círculo cerrado. Es preciso reaccionar con todas las fuerzas
frente a la idea de una comunidad autónoma y autosuficiente: la comunidad no
debe dialogar con ella misma; es una fuerza colectiva vuelta hacia el Señor que
viene». (Informe sobre la fe). Que los lectores de la epístola y del
evangelio se presenten de cara a los fieles que los escuchan es natural. Pero
enseguida, tan pronto como comienza la parte sacrificial, el celebrante sube al
altar, y vuelto hacia el Dios tres veces santo, ofrece la víctima
propiciatoria. En el Te igitur, el sacerdote eleva los ojos hacia la
cruz y se inclina profundamente en actitud de adoración y de reverencia. Se
presenta entonces hacia el oriente, cara al Señor crucificado que es también el
Señor de la gloria, porque desde el oriente volverá el Hijo del Hombre, rodeado
de sus ángeles con gran poder y majestad.
Un
segundo aspecto de esta orientación: cada mañana, el celebrante se vuelve hacia
el sol naciente como a la más bella imagen cósmica de Cristo resucitado,
naciendo eternamente del Padre y sin cesar renaciendo victorioso en el corazón
de los bautizados. El silencio mismo, cuando sigue al canto coral, es un
silencio de adoración donde toda palabra creada se desvanece ante el Creador.
El primer beneficio de la liturgia es su teocentrismo. Veamos lo que dice el
padre Bouyer: «Qué deseable sería que la cristiandad recuperara este primer
sentido de la misa: el sentido teocéntrico, esa reorientación de toda la
humanidad, del entero universo hacia su único y verdadero hogar; ese retorno
universal operado en Cristo crucificado y ascendido al cielo; la recapitulación
de todas las cosas en el inmenso flujo del amor divino, redundando finalmente
en amor filial hacia la fuente paterna» (El sentido de la vida monástica).
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