La incredulidad de Tomás. Caravaggio
Foto: commons.wikimedia.org
Comentando
la aparición de Jesús resucitado a los discípulos con Tomás presente, San Juan
Crisóstomo ha reparado con agudeza en la fe selectiva del apóstol, antes
de que la misericordia del Señor lo levantara del abatimiento de sus dudas. «Al
contemplar al discípulo incrédulo –dice el Crisóstomo–, considera la
misericordia del Señor, cómo por una sola alma se muestra a sí mismo con las
heridas y cómo se aparece para salvar a uno solo, aunque fuera más rudo que
todos los demás, ya que buscaba creer a través de los sentidos menos
espirituales y ni siquiera daba crédito a los ojos. No dijo: «si no veo», sino
si no palpo, no fuese que cuanto viera fuera mera fantasía»*. Una incertidumbre
amarga se ha apoderado del alma de Tomás. Pero al mismo tiempo llama la
atención el conocimiento tan exacto que posee de Jesús muerto. A sus compañeros,
que le sorprenden con una impactante noticia: Vidimus Dominum, hemos
visto al Señor (Jn 20, 24), él les responde: Si no veo en sus manos
la señal de los clavos y meto mi dedo en el lugar de los clavos y mi mano en su
costado, no creeré (Jn 20, 25).
Se
pregunta entonces con gran sentido común el Crisóstomo, «¿cómo sabía que el
costado de Cristo fue abierto?». Y se responde: «Lo había oído a los discípulos».
Tomás no estuvo presente en la cima del Gólgota, no presenció la crucifixión ni
contempló el misterio de la lanzada. No ha visto las llagas en el cuerpo de su
maestro, y, sin embargo, habla con precisión de ellas, hasta el punto de
considerar la llaga del costado lo suficientemente grande como para meter en
ella su propia mano. Es evidente que Tomás ha oído con atención, con piedad y
con fe todo lo que le han narrado sus compañeros, especialmente Juan, y quizá
también las santas mujeres, sobre la Pasión y muerte del Señor. El Crisóstomo
se interroga ahora: ¿Por qué creyó una cosa y no la otra? Porque la
resurrección era algo extraño e inusual». ¡Con qué delicadeza el antiguo orador
sagrado nos muestra aquí la incoherencia que late en la fe de todo creyente
selectivo! Tomás no se ha cuestionado
nada de todo lo que le han contado sobre la muerte y sepultura del Señor: todo
aquello le parece razonable, previsible, y se ajusta perfectamente a lo que él
mismo experimentó en sus últimos días junto al Maestro. Pero cuando los mismos
testigos le anuncian un misterio extraordinario y maravilloso: ¡el Señor vive!, que escapa absolutamente a sus esquemas y previsiones, se resiste a creer.
Precisamente
aquí radica la grandeza de la fe. Ella nos coloca en la órbita de Dios, de su
luz poderosa, de su sabiduría infinita; nos libera de la provisionalidad de
nuestras ideas personales y de nuestras visiones efímeras para hacernos
partícipes de la Verdad inmutable. La fe no puede ser selectiva: se toma o se
deja, se recibe o se rechaza, pero no admite un picoteo selectivo de verdades u
opiniones que aceptamos según nuestros gustos, necesidades o modas. El Señor
mío y Dios mío que pronuncia Tomás en medio de lágrimas de emoción no solo
es un solemne acto de fe, sino también un acto de inmensa gratitud para con el
Maestro, porque se ha dignado finalmente introducirlo de lleno en el mundo de su
luz admirable (1 Pr 2, 9).
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*Los
textos de San Juan Crisóstomo están tomados de sus Homilías sobre al
Evangelio de San Juan, Hom. 87, Ed. Ciudad Nueva, Madrid 2001, Vol. 3,
p. 298 – 299.
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