Animadas
y pintorescas danzas se presenciaron ayer en la Basílica de San Pedro durante
la Misa que el Papa Francisco celebró en rito zaireño, con motivo del 25
aniversario de la Capellanía Católica Congoleña de Roma. Es probable que este
rito, como gran parte de las reformas litúrgicas posconciliares, no haya sido nunca
solicitado por el pueblo fiel, sino que deba su existencia al diseño de liturgistas
y misioneros centroeuropeos, que lo habrán impuesto bajo el consabido tópico de
la inculturación.
Comparto
plenamente el pensamiento del Cardenal africano Robert Sarah, Prefecto de la Congregación para el Culto divino, sobre
lo inapropiado que resulta la danza como gesto litúrgico dentro de la misa. En
su libro La fuerza del silencio, dice
al respecto:
«Cuando el ofertorio se
considera únicamente una preparación de los dones, un gesto práctico y
prosaico, crecerá la tentación de añadir e inventar ritos para ocupar lo que se
percibe como una vacío. Me parecen lamentables esas largas y ruidosas
procesiones de las ofrendas de algunos países africanos, acompañadas de danzas
interminables. Estas procesiones se parecen más bien a espectáculos folklóricos
que desvirtúan el sacrificio cruento de Cristo en la Cruz y nos alejan del
misterio eucarístico; un misterio que se tiene que celebrar con sobriedad y
recogimiento, porque también nosotros nos sumergimos en su muerte y en su
ofrenda al Padre. Los obispos de mi continente deberían tomar medidas para que
la celebración de la misa no se convierta en una autocelebración cultural. La
muerte de Dios por amor a nosotros trasciende toda cultura. Desborda toda
cultura» (Ed. Palabra 2017, p. 159).
Creo
que la danza, por muy sobria que parezca, tiende a difuminar el carácter
sacrificial de la santa misa. En procesiones festivas en honor de Cristo, de su
Madre o de los Santos, obviamente que bailes y danzas juegan un rol importante
y alegran la fe de los creyentes; pero en la cima del Gólgota no hay lugar para
la danza, sí para el silencio, la adoración y las lágrimas.
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