Pablo Puchol. Éxtasis de Ostia.
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El
relato que nos ha dejado San Agustín sobre los últimos días de su madre toca las fibras más íntimas del corazón humano. La elevación mística de madre e hijo hasta el punto de
entrever la dicha de la gloria venidera, la pena de los hijos por la súbita y mortal
enfermedad de la madre, el admirable desasimiento de Mónica en cuanto al lugar
de su sepultura, los ruegos para que no la olviden en sus oraciones ante el Altar del
Señor, la agradecida satisfacción de ver al hijo de sus lágrimas ya creyente y
católico, son un maravilloso himno a la fe de una familia verdaderamente bendecida
por Dios.
***
«C
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uando
ya se acercaba el día de su muerte —día por ti conocido, y que nosotros
ignorábamos—, sucedió por tus ocultos designios, como lo creo firmemente, que
nos encontramos ella y yo solos, apoyados en una ventana que daba al jardín
interior de la casa donde nos hospedábamos, allí en Ostia Tiberina, donde,
apartados de la multitud, nos rehacíamos de la fatiga del largo viaje, próximos
a embarcarnos. Hablábamos, pues, los dos solos, muy dulcemente y, olvidando lo
que queda atrás y lanzándonos hacia lo que veíamos por delante, nos
preguntábamos ante la verdad presente, que eres tú, cómo sería la vida eterna
de los santos, aquella que ni el ojo vio ni el oído oyó, ni el hombre puede
pensar. Y abríamos la boca de nuestro corazón, ávidos de las corrientes de tu fuente,
la fuente de vida que hay en ti.
Tales
cosas decía yo, aunque no de este modo ni con estas mismas palabras; sin
embargo, tú sabes, Señor, que, cuando hablábamos aquel día de estas cosas —y
mientras hablábamos íbamos encontrando despreciable este mundo con todos sus
placeres—, ella dijo:
Hijo,
por lo que a mí respecta, ya nada me deleita en esta vida. Qué es lo que hago
aquí y por qué estoy aún aquí, lo ignoro, pues no espero ya nada de este mundo.
Una sola cosa me hacía desear que mi vida se prolongara por un tiempo: el deseo
de verte cristiano católico, antes de morir. Dios me lo ha concedido con
creces, ya que te veo convertido en uno de sus siervos, habiendo renunciado a
la felicidad terrena. ¿Qué hago ya en este mundo?
No
recuerdo muy bien lo que le respondí, pero, al cabo de cinco días o poco más,
cayó en cama con fiebre. Y, estando así enferma, un día sufrió un colapso y
perdió el sentido por un tiempo. Nosotros acudimos corriendo, mas pronto
recobró el conocimiento, nos miró, a mí y a mi hermano allí presentes, y nos
dijo en tono de interrogación:
¿Dónde
estaba?
Después,
viendo que estábamos aturdidos por la tristeza, nos dijo:
Enterrad
aquí a vuestra madre.
Yo
callaba y contenía mis lágrimas. Mi hermano dijo algo referente a que él
hubiera deseado que fuera enterrada en su patria y no en país lejano. Ella lo
oyó y, con cara angustiada, lo reprendió con la mirada por pensar así, y,
mirándome a mí, dijo:
Mira
lo que dice.
Luego,
dirigiéndose a ambos, añadió:
Sepultad
este cuerpo en cualquier lugar: esto no os ha de preocupar en absoluto; lo
único que os pido es que os acordéis de mí ante el altar del Señor, en
cualquier lugar donde estéis.
Habiendo
manifestado, con las palabras que pudo, este pensamiento suyo, guardó silencio,
e iba luchando con la enfermedad que se agravaba.
Nueve
días después, a la edad de cincuenta y seis años, cuando yo tenía treinta y
tres, salió de este mundo aquella alma piadosa y bendita» (Del libro de las
Confesiones de san Agustín, obispo (Libro 9, 10-11, 28: CSEL 33, 215-219).
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