«San Felipe, el venerado apóstol de Roma, que
tuvo la dicha de morir el día mismo del Corpus
Christi, yacía sobre su lecho, extenuado de fuerzas por los males que le
afligían; octogenario, había llegado ya al término de su carrera. No habla el
santo anciano; parece que duerme. Pero no duerme; es que está absorto en Dios;
está en espera y aguarda… De repente un sonido de campanillas lo conmueve… ¡Es
el Viático, es el Señor que viene… el Señor! A este sonido, sus fuerzas
retornan, sus miembros parecen reanimarse; quiere arrojarse del lecho y arrodillarse
a toda costa… Y cuando ve aparecer el Santísimo Sacramento, no es ya hombre de
la tierra; en aquel momento, Felipe Neri es ángel del cielo; diré mejor, es un
serafín herido, un serafín que arde, que grita: ¡He ahí el Amor mío, he ahí el Amor mío…dadme, dadme el Amor mío!
Si nadie hubiese escrito la vida de San Felipe Neri, esta escena de cielo
bastaría para revelarla; bastaría este momento solo para testificar la virtud de
sus gloriosos ochenta años. El último grito de su vida sería su panegírico más
hermoso; y solo el Viático demostraría que era un gran santo, y especialmente
un grande enamorado del Santísimo Sacramento» (Antonio de
Castellammare, El alma eucarística,
Ed. Casals, p. 261).
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