«Tú, Señor, eres bueno y
clemente, rico en misericordia; ¿quién, que haya empezado a gustar, por poco
que sea, la dulzura de tu dominio paternal, dejará de servirte con todo el
corazón? ¿Qué es, Señor, lo que mandas a tus siervos? Cargad —nos dices— con mi
yugo. ¿Y cómo es este yugo tuyo? Mi yugo —añades— es llevadero y mi carga ligera. ¿Quién no llevará de buena gana un
yugo que no oprime, sino que halaga, y una carga que no pesa, sino que da nueva
fuerza? Con razón añades: Y encontraréis
vuestro descanso. ¿Y cuál es este yugo tuyo que no fatiga, sino que da
reposo? Por supuesto aquel mandamiento, el primero y el más grande: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón. ¿Qué más fácil, más suave, más dulce que amar la bondad, la belleza
y el amor, todo lo cual eres tú, Señor, Dios mío?
¿Acaso
no prometes además un premio a los que guardan tus mandamientos, más precioso que el oro fino, más dulce que la miel de un panal? Por cierto que sí, y un
premio grandioso, como dice Santiago: La
corona de la vida que el Señor ha prometido a los que lo aman. ¿Y qué es
esta corona de la vida? Un bien superior a cuanto podamos pensar o desear, como
dice san Pablo, citando al profeta Isaías: Ni
el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado
para los que lo aman». (San Roberto Belarmino, Del tratado sobre la ascensión de la mente hacia Dios, Grado I, c. 6)
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