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hubo, ni habrá jamás, criatura alguna que haya ofrecido a Dios sacrificio tan
cabal y perfecto como el de María al presentarse en el templo a la edad de tres
años, para ofrecer al Señor, no aromas ni becerrillos, ni talentos de oro, sino
para consagrarse a la Majestad divina como perfecto holocausto y víctima
perpetua de suave olor. Oyó la voz de Dios, que desde entonces la convidaba a
gozar de las delicias de su amor con estas palabras: ‘Levántate, apresúrate
amiga mía y ven’ Cant 2, 10» (San Alfonso María de Ligorio, Las glorias de María, Madrid 1977, p. 369)
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