“Me
llena de gozo, querido hermano, el celo que te anima en la propagación de la
gloria de Dios. En la actualidad se da una gravísima epidemia de indiferencia,
que afecta, aunque de modo diverso, no sólo a los laicos, sino también a los
religiosos. Con todo, Dios es digno de una gloria infinita. Siendo nosotros
pobres criaturas limitadas y, por tanto, incapaces de rendirle la gloria que él
merece, esforcémonos, al menos, por contribuir, en cuanto podamos, a rendirle
la mayor gloria posible.
La
gloria de Dios consiste en la salvación de las almas, que Cristo ha redimido
con el alto precio de su muerte en la cruz. La salvación y la santificación más
perfecta del mayor número de almas debe ser el ideal más sublime de nuestra
vida apostólica.
Cuál
sea el mejor camino para rendir a Dios la mayor gloria posible y llevar a la
santidad más perfecta el mayor número de almas, Dios mismo lo conoce mejor que
nosotros, porque él es omnisciente e infinitamente sabio. El, y sólo él, Dios
omnisciente, sabe lo que debemos hacer en cada momento para rendirle la mayor
gloria posible. Y ¿cómo nos manifiesta Dios su propia voluntad? Por medio de
sus representantes en la tierra. La
obediencia, y sólo la santa obediencia, nos manifiesta con certeza la voluntad
de Dios. Los superiores pueden equivocarse, pero nosotros obedeciendo no nos
equivocamos nunca. Se da una excepción: cuando el superior manda algo que, con
toda claridad y sin ninguna duda, es pecado, aunque éste sea insignificante;
porque, en este caso, el superior no sería el representante de Dios”. (De
las cartas de San Maximiliano María Kolbe, presbítero y mártir).
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