Es
habitual en Dios hacer pregustar a los suyos los bienes futuros que les ha
prometido. Así sucede en la Transfiguración; Pedro, Santiago y Juan necesitan
este anticipo de gloria para que su fe no desfallezca en la hora oscura de la
Cruz, y su esperanza quede fortalecida por la momentánea dicha de la visión de
los bienes celestiales. Sin embargo, tan milagroso es el ocultamiento habitual
de Dios para acercarse a nuestra miseria, como su glorioso manifestarse en
ciertas ocasiones para sostener nuestra pobre fe. La gloria que resplandeció en
Jesucristo en la cima del monte Tabor, enseña el Venerable Fulton Sheen, no era
más que la expresión natural de la hermosura inherente a aquel “que bajó del
cielo”. “El milagro –añade- no era aquella radiación momentánea de su persona,
sino más bien el hecho de que en el resto del tiempo aquella radiación estuviera
reprimida. De la misma manera que Moisés, después de haber hablado con Dios,
puso un velo sobre su rostro para ocultarlo a la vista del pueblo de Israel,
así había velado Cristo su gloria a los ojos de la humanidad. Pero por aquellos
breves instantes apartó el velo para que aquellos tres hombres pudieran
contemplar su aspecto glorioso”. (Vida de Cristo, Herder 1985, p. 170). De una
u otra manera lo maravilloso nos circunda por todas partes, pero pocas veces
nos damos cuenta de ello.
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