"Como
sabéis, yo también estoy unido de modo especial a algunas figuras de santos:
entre estas, además de san José y san Benito, de quienes llevo el nombre, y de
otros, está san Agustín, a quien tuve el gran don de conocer de cerca, por
decirlo así, a través del estudio y la oración, y que se ha convertido en un
buen «compañero de viaje» en mi vida y en mi ministerio. Quiero subrayar una
vez más un aspecto importante de su experiencia humana y cristiana, actual
también en nuestra época, en la que parece que el relativismo es,
paradójicamente, la «verdad» que debe guiar el pensamiento, las decisiones y
los comportamientos.
San
Agustín fue un hombre que nunca vivió con superficialidad; la sed, la búsqueda
inquieta y constante de la Verdad es una de las características de fondo de su
existencia; pero no la de las «pseudo-verdades» incapaces de dar paz duradera
al corazón, sino de aquella Verdad que da sentido a la existencia y es la
«morada» en la que el corazón encuentra serenidad y alegría. Su camino, como
sabemos, no fue fácil: creyó encontrar la Verdad en el prestigio, en la
carrera, en la posesión de las cosas, en las voces que le prometían la
felicidad inmediata; cometió errores, sufrió tristezas, afrontó fracasos, pero
nunca se detuvo, nunca se contentó con lo que le daba sólo un hilo de luz; supo
mirar en lo íntimo de sí mismo y, como escribe en las Confesiones, se dio cuenta
de que esa Verdad, ese Dios que buscaba con sus fuerzas, era más íntimo a él
que él mismo, había estado siempre a su lado, nunca lo había abandonado y
estaba a la espera de poder entrar de forma definitiva en su vida (cf. III, 6,
11; X, 27, 38). Como dije comentando la reciente película sobre su vida, san
Agustín comprendió, en su inquieta búsqueda, que no era él quien había
encontrado la Verdad, sino que la Verdad misma, que es Dios, lo persiguió y lo
encontró (cf. L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 4 de
septiembre de 2009, p. 3). Romano Guardini, comentando un pasaje del capítulo
III de las Confesiones, afirma: san Agustín comprendió que Dios es «gloria que
nos pone de rodillas, bebida que apaga la sed, tesoro que hace felices, [...él
tuvo] la tranquilizadora certeza de quien por fin comprendió, pero también la
bienaventuranza del amor que sabe: esto es todo y me basta» (Pensatori
religiosi, Brescia 2001, p. 177).
También
en las Confesiones, en el libro IX, nuestro santo refiere una conversación con
su madre, santa Mónica —cuya memoria se celebra el próximo viernes, pasado
mañana—. Es una escena muy hermosa: él y su madre están en Ostia, en un
albergue, y desde la ventana ven el cielo y el mar, y trascienden cielo y mar,
y por un momento tocan el corazón de Dios en el silencio de las criaturas. Y
aquí aparece una idea fundamental en el camino hacia la Verdad: las criaturas
deben callar para que reine el silencio en el que Dios puede hablar. Esto es
verdad siempre, también en nuestro tiempo: a veces se tiene una especie de
miedo al silencio, al recogimiento, a pensar en los propios actos, en el
sentido profundo de la propia vida; a menudo se prefiere vivir sólo el momento
fugaz, esperando ilusoriamente que traiga felicidad duradera; se prefiere
vivir, porque parece más fácil, con superficialidad, sin pensar; se tiene miedo
de buscar la Verdad, o quizás se tiene miedo de que la Verdad nos encuentre,
nos aferre y nos cambie la vida, como le sucedió a san Agustín". (BENEDICTO XVI,
Audiencia General, Palacio Apostólico de Castelgandolfo, Miércoles 25 de agosto
de 2010)
No hay comentarios:
Publicar un comentario