Transcribo
un valioso fragmento de una carta de León Bloy que contiene, en cierto modo, la
propia apología de su misión como escritor y del estilo enérgico y hasta
lacerante que necesariamente debe acompañarla. Es la respuesta a un hombre que
le confiesa admiración y le ha hecho llegar un generoso socorro económico; pero
a la vez parece sugerirle que por la vía de la mesura su onda benéfica podría expandirse
más y prestarle alivio frente a tantas penalidades que rondan su vida. Sin
embargo, este hombre de fe radical no puede renunciar a la fuerza profética de
su pluma. Es el precio de escribir para el Absoluto. «Mi ira es la
efervescencia de mi piedad», suele decir a sus amigos. En nuestros días, cuando
un vago sentimentalismo carente de peso doctrinal invade tantas cabezas y
corazones, la lectura de los escritos de Bloy resulta altamente reconfortante.
* * *
«Me juzga usted humanamente, sin advertir que estoy, precisamente, fuera de todos los puntos de vista humanos y que en eso consiste mi fuerza, mi única fuerza. La verdad neta y que brilla en todos mis libros, es que yo escribo sólo para Dios. Deplora usted que me haya colocado en una situación en que no puedo hacer todo el bien que habría el derecho de esperar de mí. Pero, ¿qué sabe usted de mí? Me habla usted de las enseñanzas del cristianismo y estamos de acuerdo. Hay algo que la Iglesia ha predicado siempre y que es la doctrina de todos los santos sin excepción: importa más la salvación de una sola alma que el sustento material de cien mil pobres. Esto no está definido en dogma, pero está a tal punto unido a la Doctrina esencial, a la Palabra de Dios, que es imposible ser cristiano si se lo pone en duda.
Y bien, ¿no es infinitamente alentador suponer, si me ha sido acordado el don de escribir, que tengo sobre todo la misión de influir sobre las almas? Semejante misión es seguramente harto extraña al espíritu del mundo, de ese mundo que considera las almas como menos que nada y por el cual ha dicho Jesús que él no rogaba (non pro mundo rogo). Pero usted, que vive en ese mundo infame como un extraño, puesto que ha dado lo mejor de su esfuerzo a una causa que el menosprecia, no puede ni debe dejar de comprenderme.
He aquí que por segunda vez formula reproches a la Edad Media, como si usted mismo no perteneciera a esa época que ha sido la más bella del mundo después de los tiempos apostólicos. ¡Una época en que se creía, en que se amaba hasta morir, en que se tenía fe hasta en medio de los suplicios, en que se llegaba al sacrificio total, en que el Cuerpo y la Sangre de Cristo estaban antes que todas las cosas! ¿De cuál sino de esa época es o cree ser usted, que por amor a un mísero Príncipe, renegado de todo el mundo, da su dinero a un artista proscrito y desdeñado por la multitud, a quien apenas conoce? No lo tome usted a mal, pero sin saberlo y a su manera es usted simplemente uno de aquellos que se lanzaban a la conquista del Santo Sepulcro, y Dios, que “reconoce a los suyos” sabrá reconocerlo.
Dice usted o cree decir, que no “siempre es conveniente publicar ciertas verdades”. ¡Curiosas verdades las que conviene a veces ocultar! Por mi parte, me atengo al praedicate super tecta del Evangelio, y me haría quemar a fuego lento antes de callar una verdad.
Volviendo al bien que pude haber hecho, ¿le parece a usted nada haber arrancado a no pocas almas de las garras de Lutero, haber dado sacerdotes a la Iglesia y esposas a Cristo, haber consolado y puesto en gracia de Dios a agonizantes y haber sufrido por todo ello voluntarios tormentos?
Pero no me compadezca usted. Si mi vida hubiera sido otra, si hubiese sido un prudente, un mesurado, ¿qué hubiera sido de mí hoy? Seguramente ganaría mucho dinero y tendría la admiración de los señores periodistas; pero ¿cómo habría usted podido conocerme, identificarme entre la multitud de esa especie y qué razón hubiera tenido para estimarme? ...» (León Bloy, Mi Diario, Buenos Aires 1947, p. 54).
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