jueves, 12 de marzo de 2020

UN OBISPO QUE TEME MÁS A DIOS QUE AL CORONAVIRUS


Aunque se ha difundido ampliamente en los medios, deseamos hacernos eco de una reflexión de Mons. Pascal Roland, llena de sensatez cristiana, sobre la epidemia del coronavirus y sus reacciones, publicada en la página de su diócesis. Las penalidades que nos acechan en nuestro caminar terreno son ocasión propicia para meditar en las verdades más profundas de nuestro existir, y así anclar en ellas nuestros corazones ahora temblorosos. Que el pánico -nos quiere advertir Mons. Roland- no ciegue nuestros corazones ni nuble nuestras mentes. Además, ¿no acabamos de oír con silencioso respeto, al inicio de la Cuaresma, Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris, o bien, Pænitemini, et credite Evangelio? (Los destacados son nuestros).


¿Epidemia del coronavirus o epidemia de miedo?
Por Mons. Pascal Roland, Obispo de Belley–Ars, Francia.

Texto Original: catholique-belley-ars.fr
Texto en español tomado de: dominusestblog.wordpress.com

Más que a la epidemia del coronavirus, ¡debemos temer a la epidemia del miedo! Por mi parte, me niego a ceder al pánico colectivo y a someterme al principio de precaución que parece mover a las instituciones civiles.

Por lo tanto, no tengo la intención de emitir instrucciones específicas para mi diócesis: ¿Dejarán de reunirse los cristianos para rezar?  ¿Renunciarán a frecuentar y ayudar a sus semejantes? Aparte de las medidas de prudencia elemental que cada uno toma de manera espontánea para no contaminar a otros cuando se está enfermo, no es oportuno agregar más.

Deberíamos recordar más bien que en situaciones mucho más graves, aquellas de las grandes plagas, y cuando los medios sanitarios no eran los de hoy, las poblaciones cristianas se ilustraron con procedimientos de oración colectiva, así como por la ayuda a los enfermos, la asistencia a los moribundos y la sepultura de los fallecidos.  En resumen, los discípulos de Cristo no se apartaron de Dios ni se escondieron de sus semejantes, ¡sino todo lo contrario!

¿No resulta revelador de nuestra relación distorsionada de la realidad de la muerte el pánico colectivo que hoy estamos presenciando? ¿No manifiesta ésta la ansiedad que provoca la pérdida de Dios? Queremos ocultarnos que somos mortales y, cerrándonos a la dimensión espiritual de nuestro ser, perdemos terreno. Debido a que disponemos de técnicas cada vez más sofisticadas y eficientes, ¡pretendemos dominarlo todo y ocultamos que no somos los dueños de la vida!

De paso, tengamos en cuenta que la coincidencia de esta epidemia con los debates sobre las leyes de bioética ¡nos recuerda afortunadamente nuestra fragilidad humana!  Esta crisis mundial presenta al menos la ventaja de recordarnos que vivimos en una casa común, que todos somos vulnerables e interdependientes, y que ¡es más urgente cooperar que cerrar nuestras fronteras!

Además ¡parece que todos hemos perdido la cabeza! En todo caso, vivimos en la mentira ¿Por qué de repente enfocar nuestra atención sólo en el coronavirus?  ¿Por qué ocultarnos que cada año, en Francia, la banal gripe estacional afecta a entre 2 y 6 millones de enfermos y provoca alrededor de 8.000 muertes?  También parece que hemos eliminado de nuestra memoria colectiva el hecho de que el alcohol es responsable de 41.000 muertes por año, mientras que se estima en 73.000 las provocadas por el tabaco.

Alejada de mí entonces, la idea de prescribir el cierre de iglesias, la supresión de misas, el abandono del gesto de paz durante la Eucaristía, la imposición de este o aquel modo de comunión considerado más higiénico (dicho esto, ¡cada uno podrá hacer como quiera!), porque una iglesia no es un lugar de riesgo, sino un lugar de salvación. Es un espacio donde acogemos a Aquel que es Vida, Jesucristo, y donde, a través de Él, con Él y en Él, aprendemos juntos a vivir. Una iglesia debe seguir siendo lo que es: ¡un lugar de esperanza!

¿Deberíamos sellar a piedra y lodo nuestras casas?  ¿Deberíamos saquear el supermercado del barrio y acumular reservas para prepararnos para un asedio? ¡No! Pues un cristiano no teme a la muerte. Es consciente de que es mortal, pero sabe en quién ha puesto su confianza. Cree en Jesús, que le afirma: «Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en Mí, aunque muera, revivirá. Y todo viviente y creyente en Mí, no morirá jamás» (Juan 11, 25-26).  Él se sabe habitado y animado por el «Espíritu de Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos» (Romanos 8, 11).

Además, un cristiano no se pertenece a sí mismo, su vida está entregada, porque sigue a Jesús, quien enseña: «Quien quiere salvar su vida, la perderá, y quien pierde su vida a causa de Mí y del Evangelio, la salvará» (Marcos 8, 35). Ciertamente, el cristiano no se expone innecesariamente, pero tampoco trata de preservarse. Siguiendo a su Maestro y Señor crucificado, el cristiano aprende a entregarse generosamente al servicio de sus hermanos más frágiles, desde la perspectiva de la vida eterna.

Entonces, ¡no cedamos ante la epidemia del miedo! ¡No seamos muertos vivientes! Como diría el Papa Francisco: ¡no os dejéis robar vuestra esperanza!

+ Pascal ROLAND
Obispo de Belley – Ars, Francia

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