lunes, 15 de octubre de 2018

TERESA DE JESÚS, ¡QUÉ MUJER!

Santa Teresa de Ribera. Foto wikipedia.

En la historia de la espiritualidad la figura de Santa Teresa de Jesús se nos presenta fascinante y variada. Como dice un buen conocedor de su vida y de su espíritu, «más allá de sus libros y del influjo ejercido por los mismos en el campo del pensamiento después de su muerte, aparecen muy interesantes su figura humana, su conciencia de mujer y el estilo de su feminidad, su presencia en el mundo incluso en la esfera profana, su constante actualidad durante los cuatro siglos que la separan de nosotros; actualidad confirmada por la proclamación de Teresa de Jesús como doctora de la Iglesia el 27 de septiembre de 1970» (Cf. E. Ancilli, Diccionario de espiritualidad, Herder 1984, Tomo III, p. 473).

Con justa razón la misa de su fiesta comienza con estas palabras del salmo: «Como el siervo desea las fuentes de las aguas, así te anhela mi al alma, ¡oh Dios mío! Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo» (Sal 41, 2-3). Atraída por las fuentes cristalinas del amor de Dios, Teresa no deja de buscar al Señor, tanto en medio de pruebas y sequedades, como a la hora de los más dulces arrebatos místicos. A base de seguir a Cristo llega a ser no solo una gran santa, sino también una gran mujer.

En el capítulo IX  del Libro de la Vida, Teresa nos cuenta de qué modo comenzó el Señor a despertar su alma. Tras un largo período de incertidumbres y luchas entre un «sí» sincero a Dios y un «no» al mundo que no terminaba de ser radical, Dios vuelve a llamar a las puertas de su alma con dos golpes providenciales que serán el comienzo de su transformación definitiva: el encuentro inesperado con una imagen de Cristo sufriente y la lectura de las Confesiones de San Agustín. A través de acontecimientos aparentemente sencillos, se hacía presente el «toque divino» (expresión muy querida de San Juan de la Cruz) removiendo su corazón y fortaleciendo su voluntad. Así lo relata en su autobiografía:

«Acaecióme que, entrando un día en el oratorio, vi una imagen que habían traído allá a guardar, que se había buscado para cierta fiesta que se hacía en casa. Era de Cristo muy llagado y tan devota que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece se me partía, y arrojéme cabe El con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle» (Libro de la Vida, IX, 1). Y más adelante añade:

«En este tiempo me dieron las Confesiones de San Agustín, que parece el Señor lo ordenó, porque yo no las procuré ni nunca las había visto. Yo soy muy aficionada a San Agustín, porque el monasterio adonde estuve seglar era de su Orden y también por haber sido pecador, que en los santos que después de serlo el Señor tornó a Sí hallaba yo mucho consuelo, pareciéndome en ellos había de hallar ayuda y que como los había el Señor perdonado, podía hacer a mí; salvo que una cosa me desconsolaba, como he dicho, que a ellos sola una vez los había el Señor llamado y no tornaban a caer, y a mí eran ya tantas, que esto me fatigaba. Mas considerando en el amor que me tenía, tornaba a animarme, que de su misericordia jamás desconfié. De mí muchas veces.
Como comencé a leer las Confesiones, paréceme me veía yo allí. Comencé a encomendarme mucho a este glorioso Santo. Cuando llegué a su conversión y leí cómo oyó aquella voz en el huerto, no me parece sino que el Señor me la dio a mí, según sintió mi corazón. Estuve por gran rato que toda me deshacía en lágrimas, con gran aflicción y fatiga» (Id, 7-8).

Con estas primeras experiencias interiores y otras muchas que vendrán después, Teresa de Jesús siente en su propia vida lo que siglos antes había experimentado Agustín en la suya: «Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera. Brillaste y resplandeciste y pusiste en fuga mi ceguera. Exhalaste tu perfume y respiré y suspiro por Ti (Confesiones, L. VII). Contemplando la vida de esta santa mujer aprendemos la necesidad de abrirnos a la belleza irresistible de Dios, cada vez que se hace presente en nuestras propias vidas.

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