Misa pontifical celebrada
por Mons. Athanasius Schneider.
Ofrecimiento del cáliz. São Paulo, 2015
No
hace mucho, en su notable obra La fuerza
del Silencio, el Cardenal Robert Sarah se lamentaba por el menoscabo que ha
sufrido aquella parte de la misa que conocemos tradicionalmente con el nombre
de ofertorio:
«Hemos perdido el
significado más hondo del ofertorio: ese momento en el que, como su nombre
indica, todo el pueblo cristiano se ofrece no junto con Cristo, sino en Él, a
través de su sacrificio, que se realizará en la consagración. El Concilio
Vaticano II ha subrayado de un modo admirable este aspecto insistiendo en el
sacerdocio bautismal de los laicos, que consiste esencialmente en ofrecernos
con Cristo en sacrificio al Padre. Esta enseñanza del concilio aparecía
magníficamente plasmada en las antiguas oraciones del ofertorio. Ya he dicho
antes que convendría tener la libertad de volver a utilizarlas para entrar
silenciosamente en la ofrenda de Cristo… Si el ofertorio se considera únicamente
una preparación de los dones, un gesto práctico y prosaico, crecerá la
tentación de añadir e inventar ritos para ocupar lo que se percibe como un
vacío» (p. 158-159).
Es muy probable que el abandono del conjunto de oraciones que entretejían el
rito del antiguo ofertorio haya contribuido a tal vaciamiento. Recitadas
durante siglos, con su rico léxico sacrificial y trinitario, acompañadas de hermosos gestos
litúrgicos, esas oraciones proporcionaban al Ofertorio de la misa una especial hondura, invitando a los fieles a
incorporarse a la inmolación de Cristo, la Hostia pura, santa e inmaculada, la
única Víctima digna de la majestad de Dios.
Recuerdo
que años atrás oí contar de muy buena fuente que el Cardenal Medina Estévez,
entonces Prefecto de la Sagrada Congregación para el Culto divino, cuando
preparaba la tercera edición típica del Misal Romano, aparecida finalmente en
2002, tenía en mente la idea de introducir como opcional, junto al nuevo rito,
el antiguo ofertorio del misal de San Pío V. Finalmente tuvo que desistir por
toparse con una oposición feroz, pero con la esperanza de que pudiera hacerse
realidad en una futura edición. Siempre me ha parecido absolutamente irreflexiva
esa virulencia con que suelen reaccionar ciertos «expertos liturgos», cada vez
que se intenta recuperar algún noble elemento de la liturgia tradicional, por
pequeño que sea.
Por otra parte, resulta
llamativo que el nuevo ofertorio se haya convertido casi en la única parte
invariable de la Misa, a excepción de los ritos de la comunión: existen
distintas y variadas fórmulas de acto penitencial, una enorme cantidad de
prefacios; se han multiplicado las plegarias eucarísticas, solo ha permanecido
invariable e intangible el nuevo ofertorio, con su evidente pobreza doctrinal. Tan liviano aparece a veces su sentido, también en el plano
semántico, que no es raro ver al celebrante condensar en una única oración el
ofrecimiento del pan y del vino, como quien quiere evitar una reiteración
superflua: Bendito seas, Señor, Dios del
universo, por este pan y este vino fruto de la tierra y del trabajo del hombre…
Es curioso que las nuevas oraciones del ofertorio hayan adquirido la inmutabilidad
del antiguo canon, y este, que representaba por antonomasia la regla invariable
de la oración litúrgica, se multiplicara desproporcionadamente. Algunas de las
actuales plegarias eucarísticas –pienso, por ejemplo, en las plegarias de
reconciliación o en las plegarias para niños– han sido elaboradas con textos de
muy dudosa calidad y procedencia. Todo parece opcional en la misa, salvo el
ofertorio, que desde un comienzo fue uno de los elementos más cuestionados de
la reforma litúrgica y en el que también parece estar en juego qué entendemos
por Misa. Además, el amor por la variedad que ha caracterizado siempre a los reformadores
litúrgicos no debiera ser óbice para la pronta reinserción en el misal del
ofertorio tradicional.
Así,
pues, nos hacemos eco de los buenos deseos del Cardenal Medina y del Cardenal
Sarah sobre las oraciones del ofertorio del misal de San Juan XXIII: «convendría tener la libertad de volver a
utilizarlas para entrar silenciosamente en la ofrenda de Cristo». Sería también
una manifestación concreta del mutuo enriquecimiento entre las dos formas del
rito romano propiciado por el papa Benedicto.
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