viernes, 14 de septiembre de 2018

PROEZAS DE LA CRUZ. UN PANEGÍRICO DEL CRISÓSTOMO


A propósito de la turbación experimenta por Pedro ante el primer anuncio que Jesús hiciera de su pasión, San Juan Crisóstomo nos ha dejado en sus homilías sobre San Mateo un vivo panegírico de la Cruz del Señor. Lejos de ser motivo de escándalo, ella ha de ser para nosotros, al igual que para Pablo, motivo de gloria: la cruz ha vuelto a la Iglesia definitivamente invencible, hermosa y fecunda.

«Q
ue nadie, pues, se avergüence de los símbolos sagrados de nuestra salvación, de la suma de todos los bienes, de aquello a lo que debemos la vida y el ser; llevemos más bien por todas partes, como una corona, la Cruz de Cristo. Todo, en efecto, se realiza en nosotros por la Cruz. Cuando hemos de renacer, allí está presente la Cruz; cuando nos alimentamos de la mística comida, cuando se nos consagra ministros del altar, cuando se cumple cualquier ministerio, allí está siempre este símbolo de victoria. De ahí el fervor con que lo inscribimos y lo dibujamos sobre nuestras casas, sobre las paredes, sobre las ventanas, sobre nuestra frente y sobre nuestro corazón. Porque éste es el signo de nuestra salvación, el signo de la libertad del género humano, el signo de la bondad del Señor con nosotros: Porque como oveja fue llevado al matadero (Is 53, 7) … No basta hacer simplemente con el dedo la señal de la Cruz, antes hay que grabarla con mucha fe en nuestro corazón. Si de este modo la grabas en tu frente, ninguno de los impuros demonios podrá permanecer cerca de ti, contemplando el cuchillo con que fue herido, contemplando la espada que le infligió golpe mortal. Porque si a nosotros nos estremece la vista de los lugares en que se ejecuta a los criminales, considerad qué sentirán el diablo y sus demonios al contemplar el arma con que Cristo desbarató todo su poderío y cortó la cabeza del dragón. No os avergoncéis de bien tan grande, no sea que también Cristo se avergüence de vosotros cuando venga en su gloria y vaya delante el signo de la Cruz más brillante que los rayos del sol. Porque, sí, entonces aparecerá la Cruz, y su vista será como una voz que defenderá la causa del Señor y probará que nada dejó Él por hacer de cuanto a Él le tocaba. Este signo, en tiempos de nuestros antepasados, como ahora, abrió las puertas cerradas, neutralizó los venenos mortíferos, anuló la fuerza de la cicuta, curó la mordedura de las serpientes venenosas…»
«Grabemos, pues, este signo en nuestro corazón y abracemos lo que constituye la salvación de nuestras almas. La Cruz salvó y convirtió a la tierra entera, desterró el error, hizo volver la verdad, hizo de la tierra cielo y de los hombres ángeles. Por ella los demonios no son ya temibles, sino despreciables; ni la muerte es muerte, sino sueño. Por ella yace por tierra y es pisoteado cuanto primero nos hacía la guerra. Si alguien, pues, te dijere: «¿Al crucificado adoras?», contéstale con voz clara y rostro alegre: «No solo le adoro, sino que jamás cesaré de adorarle». Y si él se te ríe, llórale tú a él, pues está loco… Mas nosotros, con clara voz, levantando fuerte y alto nuestro grito, y con más libertad y franqueza si nos escuchan gentiles, digamos y proclamemos que toda nuestra gloria es la Cruz, que ella es la suma de todos los bienes, nuestra confianza y nuestra corona toda. Quisiera yo también poder decir con Pablo que por ella el mundo ha sido crucificado para mí, y yo para el mundo Gal 6, 14». (San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo II, hom 54, 4-5, BAC 2007).

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