A propósito de la turbación experimenta por Pedro ante el primer anuncio que Jesús hiciera de
su pasión, San Juan Crisóstomo nos ha dejado en sus homilías sobre San Mateo un vivo panegírico de la Cruz del Señor. Lejos de ser motivo de
escándalo, ella ha de ser para nosotros, al igual que para Pablo, motivo de gloria: la cruz ha vuelto a la Iglesia definitivamente
invencible, hermosa y fecunda.
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nadie, pues, se avergüence de los símbolos sagrados de nuestra salvación, de la
suma de todos los bienes, de aquello a lo que debemos la vida y el ser;
llevemos más bien por todas partes, como una corona, la Cruz de Cristo. Todo,
en efecto, se realiza en nosotros por la Cruz. Cuando hemos de renacer, allí
está presente la Cruz; cuando nos alimentamos de la mística comida, cuando se
nos consagra ministros del altar, cuando se cumple cualquier ministerio, allí está
siempre este símbolo de victoria. De ahí el fervor con que lo inscribimos y lo
dibujamos sobre nuestras casas, sobre las paredes, sobre las ventanas, sobre
nuestra frente y sobre nuestro corazón. Porque éste es el signo de nuestra
salvación, el signo de la libertad del género humano, el signo de la bondad del
Señor con nosotros: Porque como oveja fue
llevado al matadero (Is 53, 7) …
No basta hacer simplemente con el dedo la señal de la Cruz, antes hay que
grabarla con mucha fe en nuestro corazón. Si de este modo la grabas en tu
frente, ninguno de los impuros demonios podrá permanecer cerca de ti,
contemplando el cuchillo con que fue herido, contemplando la espada que le
infligió golpe mortal. Porque si a nosotros nos estremece la vista de los lugares
en que se ejecuta a los criminales, considerad qué sentirán el diablo y sus
demonios al contemplar el arma con que Cristo desbarató todo su poderío y cortó
la cabeza del dragón. No os avergoncéis de bien tan grande, no sea que también
Cristo se avergüence de vosotros cuando venga en su gloria y vaya delante el
signo de la Cruz más brillante que los rayos del sol. Porque, sí, entonces
aparecerá la Cruz, y su vista será como una voz que defenderá la causa del
Señor y probará que nada dejó Él por hacer de cuanto a Él le tocaba. Este
signo, en tiempos de nuestros antepasados, como ahora, abrió las puertas
cerradas, neutralizó los venenos mortíferos, anuló la fuerza de la cicuta, curó
la mordedura de las serpientes venenosas…»
«Grabemos,
pues, este signo en nuestro corazón y abracemos lo que constituye la salvación
de nuestras almas. La Cruz salvó y convirtió a la tierra entera, desterró el
error, hizo volver la verdad, hizo de la tierra cielo y de los hombres ángeles.
Por ella los demonios no son ya temibles, sino despreciables; ni la muerte es
muerte, sino sueño. Por ella yace por tierra y es pisoteado cuanto primero nos
hacía la guerra. Si alguien, pues, te dijere: «¿Al crucificado adoras?»,
contéstale con voz clara y rostro alegre: «No solo le adoro, sino que jamás
cesaré de adorarle». Y si él se te ríe, llórale tú a él, pues está loco… Mas
nosotros, con clara voz, levantando fuerte y alto nuestro grito, y con más
libertad y franqueza si nos escuchan gentiles, digamos y proclamemos que toda
nuestra gloria es la Cruz, que ella es la suma de todos los bienes, nuestra
confianza y nuestra corona toda. Quisiera yo también poder decir con Pablo que
por ella el mundo ha sido crucificado
para mí, y yo para el mundo Gal
6, 14». (San Juan Crisóstomo, Homilías
sobre San Mateo II, hom 54, 4-5, BAC 2007).
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