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ocos
conversos al catolicismo nos han dejado un testimonio tan conmovedor del papel
que la belleza ha jugado en su camino a la fe como Pieter Van der Meer. En Nostalgia de Dios, diario íntimo donde
el poeta holandés narra detalladamente los hitos de su conversión,
encontramos abundantes textos que describen el asombro, los sentimientos y las
ideas despertadas en su alma por el encuentro y la experiencia con la belleza
del arte sacro y de la liturgia católica. También cabe preguntarse con nostalgia
si el arte y la liturgia de nuestros días están aún en condiciones de tocar las
fibras más íntimas del corazón humano, tal como sucedió con tantos espíritus
selectos en la primera mitad del siglo XX. Si bien la fealdad que se impuso en
el inmediato posconcilio ha cedido, todavía me parece largo el camino por
recorrer a través de la senda amable de la via
pulchritudinis, el camino de la belleza, si de verdad queremos ser también
nosotros alcanzados por ella, y entrever con fascinación la sublime realidad de
Dios y de su Iglesia.
«Mientras
la catedral gótica con el surgir impetuoso de sus pilares y sus columnas, con
sus torres que se levantan como brazos hacia el cielo, con la piadosa línea de
sus bóvedas que se juntan como manos en oración, simboliza la enorme nostalgia
del alma, San Marcos bizantino es para mí una imagen de la eternidad, de la
eternidad de Dios. En la basílica hay como una vislumbre terrestre de las
moradas celestiales.
Este
arte me mantiene en contacto continuo con las narraciones evangélicas, y me
aproxima a los personajes sobrenaturales de la Biblia. Me siento
invenciblemente forzado a pensar en Dios, al contemplar esta belleza cuyo
principio espiritual es la Iglesia Católica. Descubro en mi interior un mundo
nuevo» (Pieter Van der Meer de Walcheren, Nostalgia de Dios, Desclée de Brouwer, Buenos Aires 1944, p. 78).
Basílica de San Marcos,
Venecia
«Mi espíritu es
transportado muy lejos por este arte; él me hace presentir cosas que me es
imposible nombrar, me abre un mundo que no puedo expresar, y algo análogo me
ocurre con la liturgia de la Iglesia» (p. 71).
«Este
esplendor sagrado no puede ser simplemente un juego. Debe existir en algún
sitio una realidad de la cual todas estas cosas son los signos visibles. Esto
no puede ser una ilusión engañosa; y si así fuera, todo, todo sería vano. La
vida misma resultaría una comedia detestable. Pero no puedo pensar de ese modo.
Sería demasiado absurdo» (Luego
de asistir a una misa pontifical en San Pedro, Roma, p. 89).
«Es sublime. Esas voces
femeninas –allí solo se ejecuta el canto llano– aún me parece seguir
escuchándolas. Esa música es inmaterial. A veces una voz antecede al coro, las
notas ascienden; y entonces parece que una ofrenda sube hacia Dios, y que esa
ofrenda es un corazón que canta. Y además el silencio, el recogimiento que hay
en ese lugar… Allí he sentido por primera vez que en realidad ocurría algo
inefable en la Misa, mientras el sacerdote pronunciaba las palabras
sacramentales, primero sobre el pan y luego sobre el vino. No puedo precisar en
qué forma ni de dónde me vino este pensamiento, pero sabía que algo se había
transformado, que algo inmenso acababa de suceder» (Capilla
de las Benedictinas de la rue Monsieur, París, p. 141).
«Pasé
la noche íntegra en la capilla de las Benedictinas: asistí a Maitines, a la
Misa de medianoche, a Laudes, y más tarde, antes de amanecer, a la Misa de la
Aurora. Aún estoy vibrando con la belleza sobrenatural de estos oficios. Su
exterior es magnífico, el canto, las palabras de la Misa solemne oficiada por
tres sacerdotes. Pero sobre todo me siento conmovido hasta lo más profundo del
alma por lo que percibo detrás de una espléndida vestidura; cada gesto, cada
palabra, cada acto tiene un significado oculto; es como la llama visible de un
invisible fuego, es una realidad palpable del misterio, y una lejana percepción
de los divinos acontecimientos» (Navidad de 1909, París, p. 144).
«La Liturgia es una santa
magnificencia. Comprendo que es absurdo expresar admiración por ella, porque es
demasiado evidente la belleza de este culto que expresa lo inexpresable, la
Divinidad, y que hace arder en la negrura de la vida el puro esplendor de una
llama blanca y recta. ¡Qué superficial y pobre es el arte, y hasta qué punto
parece vano junto a esos cantos sublimes, al lado de esas palabras bíblicas
cantadas, al lado de estos santos textos, de estas plegarias de duelo y de
estos poemas de extraordinaria alegría!...
¡Oh,
poder pensar y tener la firme seguridad de que estas ceremonias no son un
espectáculo vano, un hermoso sueño, sino que son signos, símbolos que reflejan
la inexpresable realidad divina! Me siento trastornado hasta lo más profundo
del alma. No podrían hacerme llorar así ni una ilusión, ni una apariencia.
Siento que detrás de todo lo que veo y escucho, sendas luminosas van hacia
Dios. ¡Dios mío! ¡Deseo en tal forma poder creer! (p. 150 y 151).
Precioso texto. Gocé la selección de citas. Alude a una Verdad que la Iglesia debe reencontrar.
ResponderEliminarHola. Últimamente me intereso por este autor y viendo la profundidad, o mejor, la riqueza que puede aportar el que se le conozca cada vez más, no entiendo que no empecemos a sacarlo a la luz al menos con una biografía en Wikipedia. Además para empezar a hacernos con algunos de sus libros, una lista de ediciones en español.
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