En
este décimo tercer aniversario de la elección del Papa emérito Benedicto XVI,
copio un texto suyo que, junto con tener algo de autobiográfico, me parece una
buena semblanza de su vida: seguir a Cristo con las manos atadas en sujeción de
amor.
* * *
«T
|
u
extenderás tus manos y otro te sujetará y te llevará adonde no quieres» (Ioh
21,16). Estas palabras son probablemente una alusión a la muerte en la cruz que
padeció Pedro siguiendo a Cristo. Sus manos son extendidas y amarradas. Esta
historia me trae siempre a la memoria un pequeño rito que penetró profundamente
en mi alma durante mi consagración como sacerdote. Después de la unción eran
atadas las manos, y con las manos unidas se cogía el cáliz. Las manos, y con
ellas el propio ser, parecían encadenadas de algún modo al cáliz. Al tomarlo en
mis manos me vino a la memoria la pregunta de Jesús a los hermanos Jacobo y
Juan: «¿Podéis beber el cáliz que yo beberé?» (Mc 10, 38). El cáliz
eucarístico, centro de la vida sacerdotal, recuerda siempre estas palabras. Y
después las manos unidas, ungidas con el óleo mesiánico del crisma. Las manos
son expresión de nuestra propia decisión, de nuestro poder. Con ellas podemos
asir, tomar posesión de algo, defendernos. Las manos atadas son expresión de
falta de poder, de renuncia al poder. Están en sus manos, están puestas en el
cáliz. Se podría decir que con ello se trasluce, sencillamente, que la
Eucaristía es el centro de la vida sacerdotal. Pero la Eucaristía es más que
ceremonia, más que liturgia. Es una forma de vida. Las manos están unidas: ya
no me pertenecen. Yo le pertenezco a Él y, a través de Él, a los demás. Imitar
a Cristo significa estar dispuesto a comprometerse definitivamente, del mismo
modo que se ha comprometido Él con nosotros» (Joseph Cardenal Ratzinger, Cooperadores de la verdad, Rialp, Madrid
1991, p. 174-175).
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