Este breve aforismo de Gómez Dávila: «Para Dios no hay sino individuos» (Escolios
Vol. I p. 19), hace que me pregunte hasta qué punto es razonable la pastoral de
multitudes, sobre todo en las celebraciones litúrgicas. Comprendo perfectamente
la preocupación manifestada en cierta ocasión por el Papa Benedicto XVI sobre las misas multitudinarias: «Para
mí, queda un problema, porque la comunión concreta en la celebración es
fundamental; por eso, creo que de ese modo aún no se ha encontrado realmente la
respuesta definitiva. También en el Sínodo pasado suscité esta pregunta, pero
no encontró respuesta. También hice que se planteara otra pregunta sobre la
concelebración multitudinaria, porque si por ejemplo concelebran mil
sacerdotes, no se sabe si se mantiene aún la estructura querida por el Señor.
Pero en cualquier caso son preguntas». (Palabras del Papa
Benedicto XVI a los párrocos, sacerdotes y diáconos de Roma, jueves 7 de
febrero de 2008). Preguntas, en efecto, pero que ya va siendo hora de
responder, antes de que los fieles –sacerdotes y laicos- olviden lo que es
estar a solas con Dios y cómo comportarse en tales casos.
«Poned amor en el altar de vuestra iglesia y, siempre que podáis, no concelebréis ¡Por el amor de Dios! Sed sacerdotes, buscad el trato directo con Cristo», decía en una oportunidad San Josemaría Escrivá. (Apuntes de un coloquio familiar con sacerdotes, 10-X-1972). Era solo un consejo, pero el consejo de un santo, que también concelebró alguna vez con sus vicarios de todo el mundo, pero que muy pronto percibió también el riesgo de las concelebraciones: que el sacerdote, de persona -en el altar, la mismísima persona de Jesucristo-, se convirtiera en número, en masa anónima, con el consiguiente enfriamiento de su piedad eucarística.
«Poned amor en el altar de vuestra iglesia y, siempre que podáis, no concelebréis ¡Por el amor de Dios! Sed sacerdotes, buscad el trato directo con Cristo», decía en una oportunidad San Josemaría Escrivá. (Apuntes de un coloquio familiar con sacerdotes, 10-X-1972). Era solo un consejo, pero el consejo de un santo, que también concelebró alguna vez con sus vicarios de todo el mundo, pero que muy pronto percibió también el riesgo de las concelebraciones: que el sacerdote, de persona -en el altar, la mismísima persona de Jesucristo-, se convirtiera en número, en masa anónima, con el consiguiente enfriamiento de su piedad eucarística.
La concelebración se copeo a las liturgias orientales.... con la diferencia que TODO ES BELLEZA, todo es digno en la persona del concelebrante y en el N. O. todo es horriblemente antiestètico y feo.
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