Recojo
esta homilía del Papa Benedicto, teológica y espiritualmente sabrosa, como una lectio cuya meditación puede ayudar a
recorrer con provecho el camino de la cuaresma.
“Con
este día de penitencia y de ayuno —el miércoles de Ceniza— comenzamos un nuevo
camino hacia la Pascua de Resurrección: el camino de la Cuaresma. Quiero
detenerme brevemente a reflexionar sobre el signo litúrgico de la ceniza, un
signo material, un elemento de la naturaleza, que en la liturgia se transforma
en un símbolo sagrado, muy importante en este día con el que se inicia el
itinerario cuaresmal. Antiguamente, en la cultura judía, la costumbre de
ponerse ceniza sobre la cabeza como signo de penitencia era común, unido con
frecuencia a vestirse de saco o de andrajos. Para nosotros, los cristianos, en
cambio, este es el único momento, que por lo demás tiene una notable
importancia ritual y espiritual. Ante todo, la ceniza es uno de los signos
materiales que introducen el cosmos en la liturgia. Los principales son,
evidentemente, los de los sacramentos: el agua, el aceite, el pan y el vino,
que constituyen verdadera materia sacramental, instrumento a través del cual se
comunica la gracia de Cristo que llega hasta nosotros. En el caso de la ceniza
se trata, en cambio, de un signo no sacramental, pero unido a la oración y a la
santificación del pueblo cristiano. De hecho, antes de la imposición individual
sobre la cabeza, se prevé una bendición específica de la ceniza —que
realizaremos dentro de poco—, con dos fórmulas posibles. En la primera se la
define «símbolo austero»; en la segunda se invoca directamente sobre ella la
bendición y se hace referencia al texto del Libro del Génesis, que puede
acompañar también el gesto de la imposición: «Acuérdate de que eres polvo y al
polvo volverás» (cf. Gn 3,19).
Detengámonos
un momento en este pasaje del Génesis. Con él concluye el juicio pronunciado
por Dios después del pecado original: Dios maldice a la serpiente, que hizo
caer en el pecado al hombre y a la mujer; luego castiga a la mujer anunciándole
los dolores del parto y una relación desequilibrada con su marido; por último,
castiga al hombre, le anuncia la fatiga al trabajar y maldice el suelo.
«¡Maldito el suelo por tu culpa!» (Gn 3,17), a causa de tu pecado. Por
consiguiente, el hombre y la mujer no son maldecidos directamente, mientras que
la serpiente sí lo es; sin embargo, a causa del pecado de Adán, es maldecido el
suelo, del que había sido modelado. Releamos el magnífico relato de la creación
del hombre a partir de la tierra: «Entonces el Señor Dios modeló al hombre del
polvo del suelo e insufló en su nariz aliento de vida; y el hombre se convirtió
en ser vivo. Luego el Señor Dios plantó un jardín en Edén, hacia oriente, y
colocó en él al hombre que él había modelado» (Gn 2,7-8). Así dice el Libro del
Génesis.
Por
lo tanto, el signo de la ceniza nos remite al gran fresco de la creación, en el
que se dice que el ser humano es una singular unidad de materia y de aliento
divino, a través de la imagen del polvo del suelo modelado por Dios y animado
por su aliento insuflado en la nariz de la nueva criatura. Podemos notar cómo
en el relato del Génesis el símbolo del polvo sufre una transformación negativa
a causa del pecado. Mientras que antes de la caída el suelo es una
potencialidad totalmente buena, regada por un manantial de agua (cf. Gn 2,6) y
capaz, por obra de Dios, de hacer brotar «toda clase de árboles hermosos para
la vista y buenos para comer» (Gn 2,9), después de la caída y la consiguiente
maldición divina, producirá «cardos y espinas» y sólo a cambio de «dolor» y
«sudor del rostro» concederá al hombre sus frutos (cf. Gn 3,17-18). El polvo de
la tierra ya no remite sólo al gesto creador de Dios, totalmente abierto a la
vida, sino que se transforma en signo de un inexorable destino de muerte: «Eres
polvo y al polvo volverás» (Gn 3,19).
Es
evidente en el texto bíblico que la tierra participa del destino del hombre. A
este respecto dice san Juan Crisóstomo en una de sus homilías: «Ve cómo después
de su desobediencia todo se le impone a él [el hombre] de un modo contrario a
su precedente estilo de vida» (Homilías sobre el GN 17,9, pg 53, 146). Esta
maldición del suelo tiene una función medicinal para el hombre, a quien la
«resistencia» de la tierra debería ayudarle a mantenerse en sus límites y
reconocer su propia naturaleza (cf. ib.). Así, con una bella síntesis, se
expresa otro comentario antiguo, que dice: «Adán fue creado puro por Dios para
su servicio. Todas las criaturas le fueron concedidas para servirlo. Estaba
destinado a ser el amo y el rey de todas las criaturas. Pero cuando el mal
llegó a él y conversó con él, él lo recibió por medio de una escucha externa.
Luego penetró en su corazón y se apoderó de todo su ser. Cuando fue capturado
de este modo, la creación, que lo había asistido y servido, fue capturada con
él» (Pseudo-Macario, Homilías 11, 5: PG 34,547).
Decíamos
hace poco, citando a san Juan Crisóstomo, que la maldición del suelo tiene una
función «medicinal». Eso significa que la intención de Dios, que siempre es
benéfica, es más profunda que la maldición. Esta, en efecto, no se debe a Dios
sino al pecado, pero Dios no puede dejar de infligirla, porque respeta la
libertad del hombre y sus consecuencias, incluso las negativas. Así pues,
dentro del castigo, y también dentro de la maldición del suelo, permanece una
intención buena que viene de Dios. Cuando Dios dice al hombre: «Eres polvo y al
polvo volverás», junto con el justo castigo también quiere anunciar un camino
de salvación, que pasará precisamente a través de la tierra, a través de aquel
«polvo», de aquella «carne» que será asumida por el Verbo. En esta perspectiva
salvífica, la liturgia del miércoles de Ceniza retoma las palabras del Génesis:
como invitación a la penitencia, a la humildad, a tener presente la propia
condición mortal, pero no para acabar en la desesperación, sino para acoger,
precisamente en esta mortalidad nuestra, la impensable cercanía de Dios, que,
más allá de la muerte, abre el paso a la resurrección, al paraíso finalmente
reencontrado. En este sentido nos orienta un texto de Orígenes, que dice: «Lo
que inicialmente era carne, procedente de la tierra, un hombre de polvo, (cf.
1 Co 15,47), y fue disuelto por la muerte y de nuevo transformado en polvo y
ceniza —de hecho, está escrito: eres polvo y al polvo volverás—, es resucitado
de nuevo de la tierra. A continuación, según los méritos del alma que habita el
cuerpo, la persona avanza hacia la gloria de un cuerpo espiritual» (Principios
3, 6, 5: sch, 268, 248).
Los
«méritos del alma», de los que habla Orígenes, son necesarios; pero son
fundamentales los méritos de Cristo, la eficacia de su Misterio pascual. San
Pablo nos ha ofrecido una formulación sintética en la Segunda Carta a los
Corintios, hoy segunda lectura: «Al que no conocía el pecado, Dios lo hizo
pecado en favor nuestro, para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en
él» (2Co 5,21). La posibilidad para nosotros del perdón divino depende
esencialmente del hecho de que Dios mismo, en la persona de su Hijo, quiso
compartir nuestra condición, pero no la corrupción del pecado. Y el Padre lo
resucitó con el poder de su Santo Espíritu; y Jesús, el nuevo Adán, se ha
convertido, como dice san Pablo, en «espíritu vivificante» (1Co 15,45), la
primicia de la nueva creación. El mismo Espíritu que resucitó a Jesús de entre
los muertos puede transformar nuestros corazones de piedra en corazones de
carne (cf. Ez 36,26). Lo acabamos de invocar con el Salmo Miserere: «Oh Dios,
crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme. No me
arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu» (Ps 50,12-13). El
Dios que expulsó a los primeros padres del Edén envió a su propio Hijo a
nuestra tierra devastada por el pecado, no lo perdonó, para que nosotros, hijos
pródigos, podamos volver, arrepentidos y redimidos por su misericordia, a
nuestra verdadera patria. Que así sea para cada uno de nosotros, para todos los
creyentes, para cada hombre que humildemente se reconoce necesitado de
salvación. Amén”. (Benedicto XVI, Homilía en Santa Sabina. Miércoles de Ceniza,
22 de febrero de 2012)
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