martes, 27 de agosto de 2024

AGUSTÍN LLORA LA MUERTE DE SU MADRE

En este conmovedor texto de sus Confesiones, San Agustín nos cuenta el duelo interior de su alma por la pérdida de su santa madre.

* * *

«Cerraba yo sus ojos, más una tristeza inmensa afluía a mi corazón, que ya iba a resolverse en lágrimas, cuando al punto mis ojos, ante la orden imperiosa de mi alma, reabsorbían su fuente hasta secarla, padeciendo con tal lucha de modo imponderable. Entonces fue cuando, al dar el último suspiro, el niño Adeodato rompió a llorar a gritos; pero calmado por todos nosotros, calló. De ese modo aquello que había en mí de pueril, y me provocaba al llanto, también era acallado por la voz adulta, la voz de la mente. Porque juzgábamos que no era conveniente celebrar aquel entierro con quejas lastimeras y gemidos, con los cuales se suele frecuentemente deplorar la miseria de los que mueren o su total extinción; y ella ni había muerto miserablemente ni había muerto del todo; de lo cual estábamos nosotros seguros por el testimonio de sus costumbres, por su fe no fingida que son argumentos de seguridad.

¿Y qué era lo que interiormente tanto me dolía sino la herida reciente que me había causado el romperse repentinamente aquella costumbre dulcísima y carísima de vivir juntos?

Cierto es que me llenaba de satisfacción el testimonio que había dado de mí, cuando en esta su última enfermedad, como acariciándome por mis atenciones con ella, me llamaba piadoso y recordaba con gran afecto de cariño no haber oído jamás salir de mi boca la menor palabra dura o contumeliosa contra ella. Pero ¿qué era, Dios mío, Hacedor nuestro, este honor que yo le había dado en comparación de lo que ella me había servido? Por eso, porque me veía abandonado de aquel tan gran consuelo suyo, sentía el alma herida y despedazada mi vida, que había llegado a formar una sola con la suya.

Calmado, pues, que fue el llanto del niño, tomó Evodio un salterio y comenzó a cantar —respondiéndole toda la casa— el salmo Misericordia y justicia te cantaré, Señor. Enterada la gente de lo que pasaba, acudieron muchos hermanos y religiosas mujeres, y mientras los encargados de esto preparaban las cosas de costumbre para el entierro, yo, retirado en un lugar adecuado, junto con aquellos que no habían creído conveniente dejarme solo, disputaba con ellos sobre cosas propias de las circunstancias; y con este lenitivo de la verdad mitigaba mi tormento, conocido de ti, pero ignorado de ellos, quienes me oían atentamente y me creían sin sentimiento de dolor.

Pero en tus oídos, en donde ninguno de ellos me oía, increpaba yo la blandura de mi afecto y reprimía aquel torrente de tristeza, que cedía por algún tiempo, pero que nuevamente me arrastraba con su ímpetu, aunque no ya hasta derramar lágrimas ni mudar el semblante; sólo yo sabía lo oprimido que tenía el corazón. Y como me desagradaba sobremanera que pudiesen tanto en mí estos sucesos humanos, que forzosamente han de suceder por el orden debido y por la naturaleza de nuestra condición, me dolía de mi dolor con nuevo dolor y me atormentaba con doble tristeza.

Cuando llegó el momento de levantar el cadáver, lo acompañamos y volvimos sin soltar una lágrima. Ni aun en aquellas oraciones que te hicimos, cuando se ofrecía por ella el Sacrificio de nuestro rescate, puesto ya el cadáver junto al sepulcro antes de ser depositado, como suele hacerse allí, ni aun en estas oraciones, digo, lloré, pero sí anduve todo el día interiormente muy triste, pidiéndote, como podía, con la mente turbada, que sanases mi dolor; mas tú no lo hacías, a lo que yo creo, para que fijase bien en la memoria, aun por sólo este documento, qué fuerza tiene la costumbre aun en almas que no se alimentan ya de vanas palabras.

Asimismo, me pareció bien tomar un baño, por haber oído decir que el nombre de baño venía de los griegos, quienes le llamaron balánion (= arrojo), por creer que arrojaba del alma la tristeza. Mas he aquí —lo confieso a tu misericordia, ¡oh Padre de los huérfanos!— que, habiéndome bañado, me hallé después del baño como antes de bañarme. Porque mi corazón no trasudó ni una gota de la hiel de su tristeza.

Después me quedé dormido; desperté, y hallé en gran parte mitigado mi dolor; y estando solo como estaba en mi lecho, me vinieron a la mente aquellos versos verídicos de tu Ambrosio. Porque

Tú eres, Dios, creador de cuanto existe, del mundo supremo gobernante, que el día vistes de luz brillante, de grato sueño la noche triste;

a fin de que a los miembros rendidos el descanso al trabajo prepare, y las mentes cansadas repare, y los pechos de pena oprimidos.

Pero de aquí que poco a poco tornaba al pensamiento de antes, sobre tu sierva y su santa conversación, piadosa para contigo y santamente blanda y morigerada con nosotros, de la cual súbitamente me veía privado. Y sentí ganas de llorar en presencia tuya, por causa de ella y por ella, y por causa mía y por mí. Y solté las riendas a las lágrimas, que tenía contenidas, para que corriesen cuanto quisieran, extendiéndolas yo como un lecho debajo de mi corazón; el cual descansó en ellas, porque tus oídos eran los que allí me escuchaban, no los de ningún hombre que orgullosamente pudiera interpretar mi llanto.

Y ahora, Señor, te lo confieso en estas líneas: léalas quienquiera e interprételas como quisiere; y no se burle de mí, si hallare pecado en haber llorado yo a mi madre la exigua parte de una hora, a mi madre recién muerta entonces ante mis ojos, ella, que me había llorado tantos años para que yo viviese para los tuyos; antes bien, si es mucha su caridad, llore por mis pecados delante de ti, Padre de todos los hermanos de tu Cristo».

(San Agustín, Confesiones, L. IX, c. 12).

 

sábado, 24 de agosto de 2024

COMO LOS PRIMEROS DOCE

San Bartolomé Apóstol. José de Ribera

«Seguir a Cristo: este es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos. No tardaremos en afirmar, cuando no hayamos puesto obstáculos a la gracia, que nos hemos revestido de Nuestro Señor Jesucristo (cf Rom 13, 14). Se refleja el Señor en nuestra conducta, como en un espejo. Si el espejo es como debe ser, recogerá el semblante amabilísimo de nuestro Salvador sin desfigurarlo, sin caricaturas: y los demás tendrán la posibilidad de admirarlo, de seguirlo». 

(San Josemaría Escrivá, Homilía Hacia la santidad, Amigos de Dios, 299).



 

lunes, 19 de agosto de 2024

¿POR QUÉ IMPORTA EL LATÍN?

Publico este breve texto traducido al español sobre algunos motivos que ayudan a entender mejor la importancia del latín, tanto en el ámbito de la cultura como en la vida de la Iglesia.

Fuente: itresentieri.it 

¿Por qué el latín es importante?

Hay varias razones para comprender la importancia de la lengua latina.

La primera razón es formativa. Decir que estudiar las llamadas “lenguas muertas” es una pérdida de tiempo, es decir una gran tontería. Paradójicamente, la utilidad de las lenguas clásicas reside precisamente en su aparente inutilidad, que las hace capaces de trascender la dimensión meramente práctica para fundamentar una dimensión teorética: la forma mentis. Esto hay que decírselo especialmente a quienes desearían la eliminación de la escuela secundaria clásica.

Luego tenemos razones más específicamente eclesiales.

Es justo que la Iglesia tenga el latín como lengua oficial; en primer lugar, porque es la lengua que ella utilizó enseguida y de la que se sirvió prontamente para la evangelización. Luego, porque es una lengua supranacional, universal, y la Iglesia es católica, es decir, universal. Hoy se gusta hablar -pero de manera ambigua- de 'iglesia italiana', 'iglesia francesa', 'iglesia española'... ¡pero la Iglesia es una, y es la Católica, Apostólica y Romana!

Pero también hay una razón litúrgica.

La cuestión de la lengua en la liturgia es secundaria, pero no por ello irrelevante. Secundaria, porque lo que importa es la conformidad del rito con la verdad católica (hasta el punto de que nuestra elección del rito romano antiguo no es por nostalgia del latín, sino porque es plenamente conforme con la verdad católica). Sin embargo, que el latín es importante para la liturgia es indudable. Ahora nos limitamos a decir lo siguiente: la presencia de la lengua latina en el rito salvaguarda la dimensión del espacio, del tiempo y del misterio. Del espacio, porque su universalidad hace que el rito pueda seguirse en todos los lugares de la tierra. Antes de la llamada “reforma litúrgica”, la lengua de la Misa era la misma en todas partes: en Italia como en Indonesia, en España como en Nueva Zelanda. Del tiempo, porque siendo el latín una lengua “muerta”, es una lengua que no cambia y, por tanto, es más adecuada para expresar verdades teológicas inmutables. Del misterio, porque la lengua latina es una lengua que no se habla en la vida cotidiana; es una lengua no ordinaria (extra-ordinaria), y por lo mismo se presta mejor para significar los misterios de la liturgia que pertenecen al ámbito extraordinario de lo sagrado y no al de lo ordinario de lo profano.


 

miércoles, 14 de agosto de 2024

A TI CLAMAMOS LOS DESTERRADOS HIJOS DE EVA

Asunción de la Virgen de Juan Carreño de Miranda

Oración del Venerable papa Pío XII dirigida a la Virgen Madre en el misterio de su Asunción en cuerpo y alma a la gloria del Cielo.

* * *

«¡Oh Virgen Inmaculada, Madre de Dios y madre de los hombres!

Nosotros creemos con todo el fervor de nuestra fe, en tu asunción triunfal en cuerpo y alma al cielo, donde eres aclamada reina de todos los coros angélicos y de todos los ejércitos de los santos; nos unimos a ellos para alabar y bendecir al Señor, que te ha ensalzado sobre todas las demás puras criaturas y para ofrecerte las aspiraciones de nuestra devoción y de nuestro amor.

Sabemos que tu mirada, que maternalmente acariciaba a la humanidad abatida y doliente de Jesús en la tierra, se sacia en el cielo con la vista de la humanidad gloriosa de la Sabiduría increada, y que la alegría de tu espíritu al contemplar cara a cara a la adorable Trinidad, hace a tu corazón estremecerse de beatificante ternura; y nosotros, pobres pecadores, nosotros a quienes el cuerpo corta el vuelo del alma, te suplicamos que purifiques nuestros sentidos, para que aprendamos desde aquí abajo, a gustar a Dios, a Dios solo, en el encanto de las criaturas.

¡Oh María! Nosotros confiamos que tus ojos misericordiosos se inclinen sobre nuestras miserias y sobre nuestras angustias, sobre nuestras luchas y sobre nuestras debilidades; que tus labios sonrían compartiendo nuestras alegrías y nuestras victorias; que escuches a Jesús decirte de cada uno de nosotros, como en otro tiempo del discípulo amado: “He ahí a tu hijo.” Y nosotros, que te invocamos como Madre nuestra, te tomamos, como Juan, por guía, fuerza y consuelo de nuestra vida mortal.

Desde esta tierra, donde peregrinamos, confortados por la fe en la futura resurrección, miramos hacia ti, nuestra vida, nuestra dulzura y nuestra esperanza. Atráenos con la dulzura de tu voz, para mostrarnos un día, después de este destierro, a Jesús, fruto bendito de vientre, ¡oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María».

(Texto tomado de la obra Intimidad Divina de Gabriel de S. M. Magdalena O.C.D., Monte Carmelo 1961, p. 1696).


 

martes, 13 de agosto de 2024

LA ALEGRÍA DE LA CONFESIÓN

Confesionarios de la Basílica de Nuestra Señora
de Hanswijk. Malinas, Bélgica

Mientras el pecado nos envejece, el sacramento de la confesión nos hace perpetuamente jóvenes. Chesterton nos ha dejado su propio testimonio al respecto:

«Ahora, cuando la gente me pregunta: “¿Por qué abrazó usted la Iglesia de Roma?”, la respuesta fundamental es: “para librarme de mis pecados”, pues no existe ninguna religión que ofrezca realmente ese perdón. Cuando un católico se confiesa, vuelve realmente a entrar en el amanecer de su propio nacimiento. En ese oscuro rincón y en ese breve ritual, Dios ha vuelto a crearle a su propia imagen. Sus muchos años ya no pueden asustarle. Podrá estar canoso y achacoso, pero solo tiene cinco minutos de edad».

(Gilbert K. Chesterton, en Ciudadano Chesterton, Ed. Palabra 2011, p. 54. Selección de textos).



 

martes, 6 de agosto de 2024

MIRAR AL CIELO

«La solemnidad de la Transfiguración del Señor nos invita a dirigir la mirada a las alturas, al cielo. En la narración evangélica de la Transfiguración en el monte, se nos da un signo premonitorio, que nos permite vislumbrar de modo fugaz el reino de los santos, donde también nosotros, al final de nuestra existencia terrena, podremos ser partícipes de la gloria de Cristo, que será completa, total y definitiva. Entonces todo el universo quedará transfigurado y se cumplirá finalmente el designio divino de la salvación». 

(Benedicto XVI, Angelus 5 de agosto de 2007)