En
un sermón sobre las palabras del evangelio: y la nave en medio del mar era azotada
por las olas, pues el viento les era contrario (Cf. Mt 14 y ss.), San
Agustín nos ofrece dos imágenes sugestivas sobre el significado espiritual de esta
nave agitada por las olas. Una de ellas nos presenta la nave, hecha de madera, como
símbolo de la Cruz Cristo, única tabla de salvación a la que debemos abrazarnos
si no queremos perecer ahogados en las aguas tormentosas de este mundo; en la
otra, muy típica en los comentarios de los Padres, la nave simboliza la Iglesia,
la barca que lleva a los discípulos, que recibe y lleva Cristo, su Rey y
Capitán. Aunque las olas la hagan fluctuar, sigue siendo una nave; solo se nos pide que no
salgamos de ella, arrojándonos al mar, porque sin ella la perdición es
inmediata, advierte san Agustín.
* * *
«La lectura evangélica que acabamos de escuchar exhorta a la humildad de todos nosotros a ver y reconocer dónde estamos y a dónde tenemos que tender y apresurarnos. En efecto, no deja de simbolizar algo la barca que transportaba a los discípulos y que, en medio de las olas, zozobraba a causa del viento contrario. Y no sin motivo el Señor, tras dejar a la muchedumbre, subió al monte para orar en soledad; luego, al volver al lado de sus discípulos caminando sobre el mar, los halló en peligro y, tras subir a la barca, los alentó y calmó las olas. ¿Qué tiene de maravilloso que pueda calmar todo el que lo creó todo? Sin embargo, después que subió a la barca, se le acercaron los que iban en ella y le dijeron: Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios. Pero, antes de tener esa certeza, se habían turbado al verle sobre el mar, pues dijeron: es un fantasma. Mas, cuando subió a la barca, eliminó de sus corazones la duda del espíritu, pues corría más peligro su espíritu por la duda que su cuerpo por las olas.
Mediante el conjunto de cosas que hizo, el Señor nos advierte cómo hemos de vivir aquí. De hecho, en esta vida temporal no hay nadie que no sea peregrino, aunque no todos deseen regresar a la patria. Al mismo tiempo, sufrimos el oleaje y las tempestades que se desatan durante el trayecto mismo, pero es necesario que, al menos, nos hallemos en la barca. Porque si en la barca hay peligro, fuera de ella la muerte es segura. Por mucha fuerza que tenga en sus brazos el que nada en el piélago, en algún momento, derrotado por la inmensidad del mar, tragado por las olas, se ahoga. Es, pues, necesario que vayamos en la barca, esto es, que nos lleve un madero para poder atravesar este mar. Y este madero que trasporta nuestra debilidad es la cruz del Señor, con la que nos signamos y nos libramos de ahogarnos en este mundo. Sufrimos las olas, pero allí está Dios para socorrernos (...).
Entre tanto, la barca que lleva a los discípulos, esto es, la Iglesia, fluctúa y es sacudida por tempestades, es decir, las tentaciones. Y no cesa el viento contrario, el diablo que la combate y se esfuerza por impedir que llegue al descanso. Pero es mayor el que intercede por nosotros. Pues en esa fluctuación en que nos debatimos nos da confianza, viniendo a nosotros y confortándonos; lo único que se requiere es que, al vernos turbados en la barca, no salgamos de ella, arrojándonos al mar. Porque, aunque la barca fluctúe, es una barca: solo ella lleva a los discípulos y recibe a Cristo. Es cierto que peligra en el mar; pero sin ella la perdición es inmediata. Mantente, pues, en la barca y ruega a Dios. Cuando todas las decisiones resultan ineficaces, cuando es insuficiente el hábil manejo del timón y el mismo despliegue de las velas resulta más peligroso que útil; cuando tienen que prescindir de toda ayuda y fuerza humana, a los marineros solo les queda la voluntad de rogar y elevar su voz a Dios. Por tanto, quien concede a los navegantes llegar al puerto, ¿va a abandonar a su Iglesia, de modo que no la conduzca a su descanso?» (San Agustín, Sermón 75, n. 1-2 y 4).
Fuente: augustinus.it
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