domingo, 15 de noviembre de 2020

LA AMENAZA PASTORALISTA

Nada cambia en la doctrina, solo cambian sus aplicaciones pastorales ante las nuevas circunstancias. Reconozco que este tipo de argumentación me pone nervioso. Por eso me ha parecido oportuno traducir un artículo (también incluye audio) de Aldo Maria Valli sobre la ola de «pastoralismo» que inunda a la Iglesia desde hace décadas. El término «pastoral», tan persistente en la jerga eclesial, parece haber perdido su genuino significado; frecuentemente manipulado, se ha prestado para justificar cambios e interpretaciones novedosas en los ámbitos de la fe, de la moral o del culto. Hoy se tiene la impresión de que «por razones pastorales» todo puede ser subvertido en la vida de la Iglesia. Por supuesto que algunas afirmaciones de Valli pueden ser matizadas, pero en su conjunto ofrecen luz y orientación para comprender algo de estos tiempos revueltos y confusos que nos ha tocado vivir. Me parece importante el análisis sobre las consecuencias disolventes que encierra «la pastoral», cuando ésta viene presentada como una especie de vía alternativa o contrapuesta a la senda doctrinal o dogmática.


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El abuso de la pastoral
Por Aldo Maria Valli

Cuando la pastoral reemplaza la doctrina

Una de las palabras más comunes en la Iglesia actual es «pastoral». No hay discurso en el que esta palabra no venga utilizada, siempre con un papel central, como si la pastoral se hubiese convertido en el fundamento de la vida de la Iglesia y de su enseñanza. Pero la pastoral de suyo es una praxis y, como tal, no puede ser puesta como fundamento de nada, no puede explicar nada y no puede sostener nada. En cuanto praxis, necesita una doctrina que la funde y la respalde. Los resultados de este vuelco están ante nosotros. Desde hace décadas, la Iglesia Católica insiste sobre el «cómo» sin explicar el «porqué», se ocupa de los medios para la acción, pero descuida los presupuestos y los fines últimos.

Hace años, cuando mi esposa y yo éramos un poco más jóvenes, o un poco menos viejos, había un párroco que nos invitaba a las «reuniones para novios» (todavía se les llamaba así) para que pudiéramos contar nuestra vida de fe, nuestra unión fiel y nuestra elección de tener una familia numerosa. Y recuerdo muy bien que las parejas, en ese salón parroquial donde nos reuníamos, no se sentían atraídas por el «cómo» habíamos logrado permanecer fieles y tener seis hijos, sino por el «porqué». En efecto, son las motivaciones las que despiertan más interés.

El predominio de la visión pastoral es fruto del Concilio Vaticano II. Fue Juan XXIII quien quiso un Concilio pastoral y no dogmático, un Concilio destinado no a revisar la doctrina, sino a proponerla mejor, de un modo más conforme a las nuevas exigencias. El hecho es que en ese Concilio «pastoral» se insinuó una falta de confianza con relación a la doctrina, considerada no acorde con los tiempos. En la mayoría de los casos se evitaba decirlo, pero la necesidad de un maquillaje pastoral nació del hecho de que la Iglesia se sentía atrasada, de manera que los que sí querían cambiar la doctrina se movieron bien para aprovechar la oportunidad. Lo cierto es que en el mismo momento en que el Concilio se declaró «pastoral» introdujo una nota de desconfianza hacia la doctrina, cuando en realidad nada es más pastoral que la doctrina misma, nada más pastoral que el dogma que guía y orienta a las ovejas. Este es el malentendido inicial, del cual en el plano teológico y doctrinal se han derivado múltiples deformaciones, si no verdaderas y propias herejías, y en el plano litúrgico, múltiples abusos.

En este Concilio «pastoral» hubo otro malentendido. Se trata de la invitación de Juan XXIII a curar los errores con la «medicina de la misericordia». Ahora bien, esta medicina puede ser usada, y de hecho la Iglesia siempre la ha usado, con todas las personas que, arrepentidas de sus propios pecados, manifiestan una seria intención de vivir según la ley divina y de no pecar más. Pero el problema es que, con el Concilio «pastoral» y no dogmático, la Iglesia, para presentarse más amigable, más joven y más solidaria, pensó que podía aplicar la misma receta y utilizar la misma medicina también con las ideas y las ideologías. Sin embargo, éstas no saben qué cosa significa el arrepentimiento y el propósito de no volver a pecar. El resultado fue que esas ideas e ideologías fueron, en la práctica, despachadas sin más por la Iglesia, que les permitió entrar en sus propias filas. Fue así, sobre la base de una supuesta elección «pastoral», que el relativismo, el subjetivismo, el modernismo, el marxismo y el comunismo irrumpieron en la Iglesia, conquistando seminarios y cátedras universitarias. De esta manera fue cómo la doctrina y el depositum fidei terminaron bajo ataque. La elección pastoral fue en realidad un equívoco pastoral, que se perpetúa hasta nuestro días, porque no hay nada más pastoral que una doctrina sólida y claramente expuesta.

Bajo la bandera de la «pastoral» el Concilio Vaticano II se negó a condenar y a tomar medidas disciplinarias. De aquí nace aquella actitud que luego hemos visto aparecer en el «¿quién soy yo para juzgar?» del Papa Francisco, una frase que quizá se escapó de la mente, pero no por ello menos densa de valor programático. Una Iglesia que no desea condenar ni hacer valer una disciplina, obviamente gusta mucho al mundo, que la exalta y halaga, pero no es Iglesia, porque no es madre ni maestra, sino solo una compañera de camino que se limita a consolar de manera genérica, sin exhortar a la conversión y sin ofrecer en último término auténticas perspectivas de salvación.

Además, hay que añadir que una cosa es la visión pastoral y otra el pastoralismo, que presiona en todos los niveles y se aviene muy bien, como veremos, con el sinodalismo y el democraticismo. También estos «ismos» son en gran parte fruto del Concilio Vaticano II y de una visión distorsionada de la vida de la Iglesia, tomada de la política.

Sé bien que el Vaticano II no puede ser considerado el origen de todos los problemas, pero está claro que algunos problemas estallaron allí, y lo que vivimos hoy es una consecuencia directa de lo que sucedió en aquel período conciliar.

Una primera consecuencia que me parece evidente es la idea, ampliamente difundida, de que no es tan importante enseñar las verdades necesarias para la salvación del alma, sino ayudar a los fieles a vivir su fe aquí, en este mundo. Falsa dicotomía, porque la mejor manera de vivir la fe en este mundo consiste precisamente en hacerse intérprete de la verdad.

La segunda consecuencia es que en la enseñanza ya no hay una última palabra. Avanzamos según los tiempos y las circunstancias. Como praxis, la pastoral depende de la realidad en la que se implementa. Decae, por tanto, la idea de inmutabilidad. Todo es contingente, incluso la enseñanza de la Iglesia. La doctrina, convertida en esclava de la pastoral, se vuelve un sistema variable.

La tercera consecuencia es que en el primer plano ya no está Dios, a quien dar gloria por medio del culto, sino el hombre, con sus necesidades y sus nudos que desatar. Sucede entonces que la verdad se adapta cada cierto tiempo, según las circunstancias en las que viven los destinatarios de la enseñanza. Y estas adaptaciones, en no pocas ocasiones, conducen a desviaciones reales.

Una cuarta consecuencia es la tendencia a justificar el error y encontrar atenuantes, de tal modo que la pastoral se convierte de hecho en una búsqueda de pretextos para poder excusar de la culpa. Si una enseñanza dogmática se opone al error, una enseñanza pastoral, al menos tal como la hemos conocido o la conocemos actualmente, asume el error y casi llega a justificarlo en nombre de la humana «fragilidad».

La quinta consecuencia es que la doctrina ya no es un corpus unitario, sino que aparece como realidad fragmentada y despedazada. Al depender de las circunstancias, la enseñanza pierde su carácter unitario. Entonces se abre el camino a la idea del pluralismo: muchas respuestas diferentes para muchas preguntas diferentes. Y aquí llegamos a la moralidad del caso a caso, dominada por el relativismo.

La sexta consecuencia es la confusión, bien visible en nuestro tiempo. Al decaer la unidad de la doctrina, se forman distintas líneas de interpretación y cada uno puede elegir la que más le guste. Por tanto, lo que es válido en una diócesis puede no serlo en absoluto en la diócesis vecina. Lo que enseña el párroco A puede ser diferente de lo que enseña el párroco B. Es una falta de unidad que se traduce, a su vez, en una pérdida de coherencia, e incluso de prestigio, de autoridad.

Como séptima consecuencia, quisiera mencionar el desprecio por la tradición, percibida como un conjunto de cosas viejas y no como el tesoro a transmitir en cada época, más allá y por encima de las circunstancias históricas.

Finalmente, y es la octava consecuencia, subrayo el desprecio radical que los pastoralistas, no obstante toda la ternura y comprensión mostradas en las palabras, guardan hacia los fieles, vistos por ellos como criaturas que en realidad no tienen la posibilidad de acceder a la verdad absoluta e inmutable, sino que tan solo pueden ser acompañadas hacia ciertas parcelas de verdad, según las circunstancias.

En definitiva, hay un fuerte componente determinista en la pastoral, y no podría ser de otro modo, ya que, como hemos dicho desde el principio, estamos hablando de una praxis.

Pero me gustaría concluir con otra consideración. Se refiere al argumento que tantas veces escuchamos en boca de los «pastoralistas», incluso en niveles muy altos de la jerarquía, y que consiste en decir: dado que las verdades fundamentales, ciertas e inmutables, son conocidas por todos, es inútil insistir en ellas; es mucho mejor  ocuparse de la pastoral. Pero esta es una ilusión colosal, porque no es cierto que la verdad cierta e inmutable sea conocida por todos. De hecho, a menudo existe una gran ignorancia, y el pastoralismo no hace más que acentuarla.

Contraponer pastoral y ley es una operación engañosa. No hay misericordia más elevada y concreta, no hay pastoral más eficaz, que la practicada por quienes exhortan a respetar, sin peros, los mandamientos divinos. Estos mandamientos no han sido dados al hombre como ideales hacia los que deba orientarse en la medida de lo posible, sino como caminos bien señalados para nuestra salvación y, finalmente, para nuestro mayor bien.

El pastoralismo es hijo de una ebriedad ideológica no diferente, en sustancia, de la que golpeó al pensamiento filosófico; y no es casualidad que ciertos resultados se vean hoy, justo cuando encontramos guiando la Iglesia a aquella generación que en el 68 rondaba la treintena.

La víctima número uno de la embriaguez es el sentido común. Efectivamente, el simple, querido y viejo sentido común, traicionado por legiones de pseudo-pastores que, al no tener el valor de decir que ya no creían en las enseñanzas de siempre, han empezado a discutir sobre el «realismo pastoral»; anteponiendo de hecho el hombre a Dios, se han puesto a predicar no en vista de la salvación del alma, sino en vista del bienestar psicofísico de la persona, como si existiera un deber de Dios por perdonar y un derecho de la criatura a ser perdonada.

Como escuché en la presentación de ese hermoso libro de Monseñor Nicola Bux Con los sacramentos no se juega, la Iglesia tiene tres caminos para cambiar el corazón de los hombres: el magisterio, la oración y los sacramentos (sobre todo la Eucaristía). Hoy, en cambio, la Iglesia prefiere poner en el centro los programas pastorales genéricos.

Desde hace más de medio siglo, la Iglesia no hace más que elaborar «planes pastorales» cada vez más sofisticados y detallados. ¿Pero con qué resultado? Está a la vista de todos: el «pueblo» está más ateo y más agnóstico, la gente no va a la iglesia y los sacerdotes y religiosos gozan de menos prestigio y credibilidad. ¿No basta todo esto para caer en la cuenta de que el camino de los «programas pastorales» ha fracasado?

Lamentablemente la Iglesia Católica, al igual que la burocracia estatal, se ha convertido en un aparato cuyo primer objetivo, a menudo, ya no es servir (a los fieles en el caso de la Iglesia, a los ciudadanos en el caso del Estado), sino preservarse a sí misma. Y todo esto se puede traducir con una sola palabra: traición.

Aldo Maria Valli

Fuente: radioromalibera.org y aldomariavalli.it 


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