En
la forma extraordinaria del Rito Romano, el sacerdote, una vez que ha recitado el
salmo 42 y ha hecho su confesión general profundamente inclinado en señal de
humildad, sube al altar mientras reza en voz baja una antigua y venerable oración,
el Aufer a nobis: «Te
suplicamos, Señor, que borres nuestras iniquidades para que merezcamos entrar
con pureza de corazón en el sanctasanctórum. Por Cristo nuestro Señor». Amén.
La
mención al Sanctasanctórum no puede ser más oportuna en este momento
inicial de la Misa. Evoca al celebrante aquella unción y pureza con que en el
Antiguo Testamento el sumo sacerdote debía entrar en la estancia más sagrada
del templo: el Sancta Sanctorum, el lugar santo por excelencia, sede de la
presencia de Dios y morada de su gloria. Solo una vez al año y sin compañía alguna, entraba
el sumo sacerdote a este recinto santo para ofrecer sacrificios expiatorios por
los pecados propios y del pueblo. Cabe imaginar el estupor que envolvería al sacerdote
de la Antigua Alianza cuando debía cumplir estos ritos minuciosamente establecidos.
Por
desgracia, hoy vemos que la llegada del sacerdote al altar se asimila cada vez más
a la aparición de un actor en el escenario. No es raro el ministro que saluda
con un sonriente buenos días, o el que siente la necesidad de presentarse con
nombre y apellido a la feligresía que lo observa de sus bancas. El altar cara
al pueblo y la supresión de las oraciones al pie del altar han contribuido a
dar un aire profano a todo un ritual de entrada que, en la misa tradicional,
resplandece por su reverencia y sentido de lo sagrado. Es una pena que esta
breve oración haya desparecido en el nuevo rito. Además, la supresión de otras tantas
oraciones y gestos piadosos ha dejado al sacerdote en un cierto estado de
indefensión espiritual, que temo ha ido en perjuicio de su piedad eucarística.
También lo induce a experimentar ciertos momentos de la celebración litúrgica
como instantes «vacíos» que él debe llenar o animar con sus personales
improvisaciones.
Como
dice el Cardenal Bona en su ensayo sobre el Sacrificio de la Misa, «si a todas
las funciones sagradas hay que acercarse santamente, y todas santamente se han
de realizar, con mucha mayor santidad se ha de ofrecer este divino sacrificio,
puesto que nada puede haber más santo, nada más excelente, nada más divino». La
forma extraordinaria del Rito Romano robustece en el sacerdote la conciencia de
su misión sagrada junto al altar, le reclama una profunda atención, lo dispone
a cruzar el velo y adentrarse con reverencia gozosa en el Sancta Sanctorum por
antonomasia: el altar donde se renueva el Sacrificio de Cristo, el lugar desde donde
debe rociar a las almas con la Sangre preciosa del Redentor, el lugar donde reposa
el Santísimo.
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