Probablemente la oración más intensa y fructuosa de la vida de Cristo fue su oración silenciosa y secreta mientras pendía de la cruz con sus brazos extendidos. Las siete palabras que profirió desde lo alto del madero, como rayos fugaces de luz insondable, nos asoman al abismo de su oración salvadora. Se comprende que la plegaria con los brazos abiertos en forma de cruz fuera tan amada para los primeros cristianos. Tertuliano decía: «nosotros, en cambio, no alzamos tan solo las manos, sino que las extendemos, e imitando la Pasión del Señor al orar, confesamos a Cristo Señor».
Pero rezar
con los brazos en cruz está lejos de ser un gesto sentimental y meloso,
expresión de superficial misticismo. Es un gesto recio, de soldado que se
dispone a entrar en batalla frente a enemigos poderosos. En este sentido, me
gusta lo que escribió León Bloy en uno de sus diarios: «Los brazos en cruz; gesto para alejar a
los burgueses y a los demonios» (Mi Diario, Ed. Mundo moderno 1947,
p. 172).
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