Publico la segunda parte de la entrevista al padre Eric Iborra sobre la antigua liturgia. Enlace a la primera parte: aquí.
LA LITURGIA TRADICIONAL
Por el padre Eric Iborra
¿Qué decir del canto gregoriano que ocupa un lugar importante en esta liturgia? ¿Su contraste con las modas musicales actuales no corre el riesgo de ocasionar desánimo, de parecer algo demasiado «desfasado»?
¡Una pregunta muy interesante! En primer lugar, no solo está el gregoriano; también está la polifonía para las celebraciones más solemnes: un vasto repertorio de música europea que comprende varios siglos. Una música que permanece viva fundamentalmente en la forma extraordinaria, aunque también en la forma ordinaria, al menos en ciertos países privilegiados como Austria, Alemania o Inglaterra... Lo que aprecio en el canto litúrgico es su repetitividad y al mismo tiempo su variedad: cuando escuchas un Kyriale I, IX, XI o XVII, uno sabe exactamente lo que se está celebrando, en qué periodo litúrgico uno se encuentra. Por otra parte, el canto gregoriano (o el polifónico del siglo XVI en especial) permite saborear mejor la palabra de Dios, tan valorada hoy en día y con la que literalmente está «rellena» toda la misa, desde el introito hasta el último evangelio. La palabra de Dios en la liturgia no se limita de hecho, como podría pensarse, exclusivamente a las «lecturas», que son ciertamente más variadas en la nueva forma. Ella está presente en todas partes de la misa y bajo formas diferentes. Introito, gradual, aleluya, tracto y otras antífonas, al ser cantadas, pueden introducir a los oyentes en una auténtica lectio divina (con una mirada previa al misal para captar el sentido), en una larga meditación de los versos, apoyada por la melodía. Comparto el punto de vista de Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, cuando insiste en que una participación fructuosa en la misa no significa necesariamente que todo el mundo cante todo.
La liturgia es dialógica, pero también coral: la schola canta precisamente lo que otros no están en condiciones de cantar, en vez de nivelar la calidad del canto para hacerlo accesible a todos. Hacer que descienda al corazón lo que se canta es un mejor modo de participar que dispersarse intentando en vano producir una melodía adecuada. Y soy lo suficientemente mal cantante para estar convencido de lo que digo.
En todo caso, estoy persuadido de que hay músicas que no tiene nada que hacer en la liturgia, porque derivan de otro orden, el profano. En sus escritos sobre la liturgia, Joseph Ratzinger hablaba de las músicas dionisíacas, que desencadenan las pasiones, de músicas políticas, que favorecen el adoctrinamiento, de músicas comerciales, que no tiene nada que decir, salvo venderse para adornar el silencio que el hombre moderno tanto teme. La música litúrgica rompe con la banalidad de los sonidos que escuchamos en otros lugares. Está al servicio de un encuentro espiritual. Precisamente por eso es bueno que sea sublime. Es en el desierto o sobre la montaña donde Moisés se encuentra con el Totalmente-Otro; no en su oficina o en el mercado... Quien se niega a «desatar sus sandalias» para introducirse en tierra sagrada –dicho de otro modo, quien no está dispuesto a dejarse arrebatar, quien viene a misa cargado con sus hábitos «mundanos»–, ese no podrá gustar lo que la liturgia quiere darle; tal vez pueda hacerse alguna ilusión en la Forma Ordinaria, donde el cambio de ambiente es menor, pero no en la Forma Extraordinaria.
La búsqueda de la belleza en la liturgia no tiene que ver fundamentalmente con ese «esteticismo» que algunos denuncian tan a menudo, si bien haya quienes puedan dejarse seducir por él y quedarse allí.
Algunas diócesis hablan de una renovada atracción de las jóvenes generaciones por la forma extraordinaria. ¿Comparte esta observación en su medio? Si es así, ¿a qué atribuye este atractivo?
En efecto, estoy impresionado por la diferencia de edad promedio. Benedicto XVI, en el Motu proprio, ya había admitido su sorpresa al respecto. El usus antiquior atrae a los jóvenes, y no nos engañemos: no son ante todo jóvenes «marcados políticamente», como suele creerse, sino solo personas sobre las que ha surtido efecto la magia del rito. En un mundo banal, horizontal, vulgar, sin más puntos de referencia que las emociones manipuladas, ellos descubren de repente un espacio preservado, una especie de esclusa que les abre la puerta del cielo a través de su verticalidad. Pienso en la escala de Jacob: terribilis est locus iste (este lugar es terrible). Es además el introito de la misa de la Dedicación de una iglesia. Me impresiona ver que la mayoría de los jóvenes catecúmenos de más edad que he podido acompañar en mis parroquias de doble rito han optado por la forma tradicional, porque precisamente gracias a ella han quedado «encandilados», sea que llegasen por casualidad o invitados por amigos, incluso cuando un buen número de ellos vinieran mentalmente de muy lejos. También estoy impresionado por el número de acólitos que, al descubrir la forma extraordinaria y llegar a conocerla desde dentro como ayudantes, han descubierto también su vocación religiosa o sacerdotal.
Ciñéndome a una dimensión puramente psicológica, creo que el usus antiquior ofrece algo que no se puede encontrar en ninguna otra parte: por un lado, el sentido de la altura, de lo vertical, de lo sagrado, de lo hierático; por otro lado, el sentido de las «formas» (Hochformen, como diría Joseph Ratzinger) de los «ritos», en definitiva, de las «reglas», de algo capaz de resistir, precisamente para una generación que carece de ellas. Entrar en el usus antiquior requiere una cierta inversión de tiempo (duración, viajes), de comprensión (servicio del altar, cantos, lengua, etc.), y de práctica (porque la vida cristiana no se limita a la misa). He notado además que los feligreses del usus antiquior están más fácilmente disponibles para los diversos servicios parroquiales. Uno tiene la sensación de encontrar lo que los pastores buscan con tanta frecuencia: una verdadera vida de comunidad.
¿Qué consejo daría a los laicos o religiosos que desean descubrir y comprender la forma extraordinaria?
Creo que lo mejor es ir y sumergirse en ella, un poco como haría un etnólogo: ver simplemente las cosas, con una empatía a priori por el rito y por la gente. Por supuesto, no todo será perfecto. Incluso diría: asistir a una misa solemne, con todo el despliegue litúrgico que la acompaña, y al día siguiente, asistir a una misa rezada, con la asistencia más reducida que suele haber entre semana. Un obispo me decía que de allí se desprende un recogimiento que evoca la oración de los religiosos. Por experiencia sé que hay personas que quedan como suspendidas en esta atmósfera: descubren lo que siempre habían buscado sin jamás haberlo podido imaginarl. ¡Y hay otros que huyen! La liturgia tradicional podría parecer divisiva, aunque no solo ella. La sabiduría de la Iglesia hace que hoy sea una de las formas aceptadas de la piedad litúrgica católica; el hecho de que no sea acogida por todos no impide que sea el hogar espiritual de muchos, especialmente entre los jóvenes. Ver, experimentar, es una cosa; pero luego es preciso instruirse sobre el tema: leer, y hay buenas obras de presentación, empezando por los misales.
¿Qué consejo se puede dar a los que ya están familiarizados con esta forma del rito para ayudar a que lo descubran sus hermanos católicos y también los no creyentes?
San Pablo dice que no podemos guardar para nosotros mismos los tesoros de los que somos depositarios. No hay que dudar en invitar a los amigos, cuando se es joven por ejemplo, a asistir a una misa tradicional.
Hay de todo en el mundo que nos rodea; en especial, están aquellos que no se sienten ligados al nuevo rito, cuya aplicación a veces deja tanto que desear, y que van a volver a la práctica religiosa gracias a la misa tradicional. Hay otros también para los que el cristianismo ya no significa nada y que lo descubrirán gracias a lo que constituye su corazón: el culto. El lado misterioso puede tanto distanciar como atraer. Pero no se debe intentar reducir el contraste entre sagrado-profano.
Para terminar, añadiría dos cosas en beneficio de aquellos que están familiarizados con la Forma Extraordinaria: humildad y espiritualidad. En efecto, dos escollos pueden acecharnos: a veces un cierto sentimiento de superioridad, que puede estar teñido de orgullo; otras veces un cierto formalismo, que puede estar teñido de superficialidad espiritual. Sobre el primer punto, pienso en las palabras de San Pablo: «¿Qué tienes que no hayas recibido?». Si se está convencido de que el usus antiquior es superior, es preciso decir que no es el único. Desde siempre ha habido diversidad de ritos en la Iglesia. Y en una época de subjetivismo como la nuestra, parece difícil que se imponga a todos. Sobre el segundo punto, parafraseando a San Juan de la Cruz, ¿por qué no ir más allá del espejo de las «superficies plateadas» (enunciados de fe, oraciones vocales, prácticas, etc.) para sumergirnos más frecuentemente en el oro de las profundidades que ellas recubren? Esto es, de corazón a corazón con el Señor: una oración alimentada por la meditación de las «negritas». Es así como Joseph Ratzinger, siguiendo a uno de sus maestros, llamaba al contenido mismo de la liturgia: los textos impresos en negro en los misales. Es de la profundidad de este encuentro que todo puede renacer nuevamente, y convertirnos en esos testigos habituales que, por su comportamiento y su conversión siempre recomenzada, captan la mirada y el corazón de la gente...
Mientras tanto, las noticias de los últimos días nos informan que el motu proprio Summorum Pontificum tiene sus días contados
ResponderEliminarDigan lo que digan, no se puede abolir.
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