Interesante
texto del cardenal Ratzinger que nos alerta de una consideración puramente
humana y sentimental de la misericordia y del perdón divinos. Tanto el acto de perdonar
como el de ser perdonado entrañan exigencias: por parte del que perdona, un empeño sacrificado por
conducir al perdonado hacia la verdad que ha traicionado; por parte de quien recibe
el perdón, el humilde reconocimiento de su error y la disposición de dejarse
curar. «El perdón -dice Ratzinger- tiene su vía interior: perdón y curación,
que exigen retorno a la verdad». La realidad de la ira divina juega un papel importante en este camino; es necesaria para
que el pecador sopese el hondo desorden del mal, las exigencias del amor auténtico
y no experimente el perdón como tácita aceptación de su mal obrar. La
misericordia de Dios es inseparablemente don y tarea: aceptación de su amor, y
empeño constante por vivir en la verdad de ese amor.
«Un
Jesús que está de acuerdo con todo y con todos, un Jesús sin su santa ira, sin
la dureza de la verdad y del verdadero amor, no es el verdadero Jesús tal y
como lo muestra la Escritura, sino una caricatura suya miserable. Una
concepción del «Evangelio» en la que ya no existe la seriedad de la ira de Dios,
no tiene nada que hacer con el evangelio bíblico. Un verdadero perdón es algo
completamente distinto de una débil permisibilidad. El perdón está lleno de
pretensiones y compromete a los dos: al que perdona y al que recibe el perdón
en todo su ser. Un Jesús que aprueba todo es un Jesús sin la cruz, porque
entonces no hay necesidad del dolor de la cruz para curar al hombre. Y,
efectivamente, la cruz cada vez más viene excluida de la teología y falsamente
interpretada como mal suceso o como un acontecer puramente político. (Joseph Ratzinger, Mirar
a Cristo, Edicep 1990, p. 99)
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