La mansedumbre
y humildad de Cristo en el Cenáculo, cuando lava los pies a sus discípulos, siempre
ha inspirado afectos de profunda admiración en los corazones de los fieles. Un
Dios de majestad soberana que se inclina ante los pies manchados de sus
criaturas ingratas a nadie deja indiferente. En el siguiente texto, San Pedro
de Alcántara nos descubre con estilo y piedad algunas lecciones que este paso
de la vida del Señor nos ofrece.
«Considera, pues, oh ánima mía, en esta cena, a tu dulce y benigno Jesús, y mira el ejemplo inestimable de humildad que aquí te da levantándose de la mesa y lavando los pies a sus discípulos. ¡Oh buen Jesús! ¿Qué es eso que haces? ¡Oh dulce Jesús! ¿Por qué tanto se humilla tu Majestad? Qué sintieras, ánima mía, si vieras allí a Dios arrodillado ante los pies de los hombres y ante los pies de Judas. ¡Oh cruel!, ¿cómo no te ablanda el corazón esa tan grande humildad? ¿Cómo no te rompe las entrañas esa tan grande mansedumbre? ¿Es posible que tú hayas ordenado de vender este mansísimo Cordero? ¿Es posible que no te hayas ahora compungido con este ejemplo? ¡Oh blancas y hermosas manos!, ¿cómo podéis tocar pies tan sucios y abominables? ¡Oh purísimas manos!, cómo no tenéis asco de lavar los pies enlodados en los caminos y tratos de vuestra sangre? ¡Oh apóstoles bienaventurados!, ¿cómo no tembláis viendo esa tan grande humildad? Pedro, ¿qué haces; por ventura, consentirás que el Señor de la Majestad te lave los pies? Maravillado y atónito San Pedro, como viese al Señor arrodillado delante de sí, comenzó a decir: ¿Tú, Señor, me lavas a mí los pies? (Io 13, 6) ¿No eres tú Hijo de Dios vivo? ¿No eres tú el Creador del mundo, la hermosura del cielo, paraíso de los ángeles, el remedio de los hombres, el resplandor de la gloria del Padre, la fuente de la sabiduría de Dios en las alturas? ¿Pues Tú me quieres a mí lavar los pies? ¿Tú, Señor de tanta majestad y gloria, quieres entender en oficio de tan gran bajeza?
Considera también cómo, en acabando de lavar los pies, los limpia con aquel sagrado lienzo que estaba ceñido y sube más arriba con los ojos del ánima, y verás allí representado el Misterio de nuestra Redención. Mira cómo aquel lienzo recogió en sí toda la inmundicia de los pies sucios, y así ellos quedaron limpios y el lienzo quedaría todo manchado y sucio después de hecho este oficio. ¿Qué cosa más sucia que el hombre concebido en pecado, y qué cosa más limpia y más hermosa que Cristo concebido de Espíritu Santo? Blanco y colorado es mi Amado –dice la Esposa– y escogido entre millares (Cant 5, 10). Pues este tan hermoso y tan limpio quiso recibir en sí todas las manchas y fealdades de nuestras ánimas, y dejándolas limpias y libres de ellas, Él quedó (como lo ves) en la Cruz, amancillado y afeado con ellas.
Después de
esto, considera aquellas palabras con que dio fin el Salvador a esta historia,
diciendo: Ejemplo os he dado, para que como Yo lo hice, así vosotros lo
hagáis (Io 13, 15). Las cuales palabras no sólo se han de
referir a este paso y ejemplo de humildad, sino también a todas las obras y
vida de Cristo, porque ella es un perfectísimo dechado de todas las virtudes,
especialmente de la que en este lugar se nos representa. (San Pedro de
Alcántara, Tratado de la oración y meditación, Madrid 1991, p.74).
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