Escribe
Nicolás Gómez Dávila: «El cristianismo degenera, al abolir sus
viejos idiomas litúrgicos, en sectas extravagantes y toscas.
Roto el contacto con
la antigüedad griega y latina, perdida su herencia medieval y patrística, cualquier
bobalicón se convierte en su exégeta». Se trata de otro importante rol que
desempeña la tradición en el seno del cristianismo: protegernos de toda
cháchara insulsa y engañosa. Cuando la savia de la tradición no logra irrigar nuestro
presente por estar bloqueadas las vías que nos atan a nuestro pasado,
proliferan los maestrillos, gurúes e iluminados que, como globos en el aire,
atraen las miradas, pero su falta de peso y sustento es manifiesta. De semejante
atmósfera se nutre la tentación de la originalidad: sentirse portador de
novedades. Pero como nos advierte el mismo Gómez Dávila, «el prurito de originalidad es
una afección debida a la falta de talento».
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