Cristo no quiso que entre Él y su Iglesia hubiese otra prenda
que despertarse su memoria, sino sólo Él
Ardientemente he deseado
comer esta Pascua con vosotros antes de padecer (Lc 22, 15), dijo Jesús a sus
discípulos puesto ya con ellos a la mesa para celebrar la Pascua. Y algo de lo
que significaba ese deseo que albergaba su Corazón la noche antes de morir, nos lo insinúa esta piadosa reflexión de San Pedro de
Alcántara sobre la institución del Santísmo Sacramento.
«P
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ara
entender algo de este misterio, has de presuponer que ninguna lengua criada
puede declarar la grandeza del amor que Cristo tiene a su Esposa la Iglesia; y,
por consiguiente, a cada una de las ánimas que están en gracia, porque cada una
de ellas es también esposa suya. Pues queriendo este Esposo dulcísimo partirse
de esta vida y ausentarse de su Esposa la Iglesia (porque esta ausencia no le
fuese causa de olvido), dejóle por memorial este Santísimo Sacramento (en que
se quedaba Él mismo), no queriendo que entre Él y ella hubiese otra prenda que
despertarse su memoria, sino sólo Él. Quería también el Esposo en esta ausencia
tan larga dejar a su Esposa compañía, porque no se quedase sola; y dejóle la de
Este Sacramento, donde se queda Él mismo, que era la mejor compañía que le
podía dejar. Quería también entonces ir a padecer muerte por la Esposa y
redimirla, y enriquecerla con el precio de su sangre. Y porque ella pudiese
(cuando quisiese) gozar de este tesoro, dejóle las llaves de él en este
Sacramento; porque (como dice San Crisóstomo, Homil. 84 in Ioan.) todas las veces que nos llegamos a él,
debemos pensar que llegamos a poner la boca en el costado de Cristo, y bebemos
de aquella preciosa Sangre, y nos hacemos participantes de Él. Deseaba,
otrosí, este celestial Esposo, ser amado de su Esposa con grande amor y para
esto ordenó este misterioso bocado con tales palabras consagrado que quien
dignamente lo recibe, luego es tocado y herido de este amor.
Quería
también asegurarla, y darle prendas de aquella bienaventurada herencia de
gloria, para que con la esperanza de este bien pasase alegremente por todos los
otros trabajos y asperezas de esta vida. Pues para que la Esposa tuviese cierta
y segura la esperanza de este bien, dejóle acá en prendas este inefable tesoro
que vale tanto como todo lo que allá se espera, para que no desconfiase, que se
le dará Dios en la gloria, donde vivirá en espíritu, pues no se le negó en este
valle de lágrimas, donde vive en carne.
Quería
también a la hora de su muerte hacer testamento y dejar a la Esposa alguna
manda señalada para su remedio, y dejóle ésta, que era la más preciosa y
provechosa que le pudiera dejar, pues en ella se deja a Dios. Quería,
finalmente dejar a nuestras ánimas suficiente provisión y mantenimiento con que
viviesen, porque no tiene menor necesidad el ánima de su propio mantenimiento
para vivir vida espiritual, que el cuerpo del suyo para la vida corporal. Pues
para esto ordenó este tan sabio Médico (el cual también tenía tomados los
pulsos de nuestra flaqueza) este Sacramento, y por eso lo ordena en especie de
mantenimiento, para que la misma especie en que lo instituyó nos declarase el
efecto que obraba, y la necesidad que nuestras ánimas de él tenían, no menor
que la que los cuerpos tienen de su propio manjar» (San Pedro de Alcántara, Tratado
de la oración y meditación, Rialp 1991, pp. 76-78).
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