«Mira
qué humilde es nuestro Jesús: ¡un borrico fue su trono en Jerusalén!...», escribió San Josemaría en Camino (n. 606). En los misterios de la vida de
Cristo nos sorprende esta paradoja encantadora: lo que es soberano y grandioso suele servirse de lo humilde y sencillo para su manifestación. Para entrar en Jerusalén como
Rey y Mesías, Jesús no montó un alazán ágil y veloz, sino un humilde asno. El Venerable
Fulton Sheen subraya así este proceder de la providencia divina:
«Quizá
no se ha escrito nunca una paradoja tan grande como ésta: por un lado, la
soberanía del Señor, y por otra, su necesidad. Esta combinación de divinidad y
dependencia, de posesión y pobreza, era consecuencia de que la Palabra, o el
Verbo, se hubiese hecho carne. Realmente, el que era rico se había hecho pobre por
nosotros, para que nosotros pudiéramos ser ricos. Pidió prestado a un pescador
una barca desde la cual poder predicar; tomó prestados panes de cebada y peces
que llevaba un muchacho con objeto de alimentar a la multitud; tomó prestada
una sepultura de la cual resucitaría, y ahora tomaba prestado un asno sobre el
cual entrar en Jerusalén. A veces Dios se permite tomar cosas de los hombres
para recordarles que todo procede de Él. Para aquellos que le conocen, le es suficiente
oír estas palabras: El Señor tiene
necesidad de tal cosa» (Fulton J. Sheen, Vida de Cristo, Herder 1985, p. 288).
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